Nos hacemos paso entre la multitud, él aprieta fuertemente mi mano, el griterío es ensordecedor, apenas puedo escucharle y no entiendo lo que me dice, pero veo su sonrisa y eso me tranquiliza; nada malo me puede suceder si estoy junto a él. ¡El clásico ha sido una pasada!
Nunca antes había visto un partido en el campo. Y el ambiente fuera del estadio es aún más vibrante que dentro de él. A pesar de las oleadas de seguidores que invaden todas las calles, logramos llegar hasta el descampado donde aparcamos su moto unas horas antes. ¡Vamos a celebrar la victoria, bombón!– me dice subiéndome a la Honda, y en ese instante me siento ligera como una pluma, como una chiquilla de quince años, aunque tenga treinta. Aprovecho el trayecto por la ciudad para hundir mi pecho en su espalda y meter mis manos en los bolsillos de su cazadora. Ya en el centro, callejeamos un poco y tomamos unas cervezas en un concurrido bar de tapas gallego que esta noche obsequia a los hinchas con una ración de pulpo a feira. Son más de las tres de la madrugada cuando me deja en el portal de casa, y tras un atracón de besos desvergonzados, subo a mi piso. Cierro la puerta y me apoyo en ella un par de segundos, sonrío eufórica, con los labios aún encendidos. Poso frente al espejo del recibidor y hago un selfie de mi cara de felicidad. Se lo envío por whatsapp con la leyenda “Siendo mi opuesto ,me completas. ¡Te amo, loco!”. Después lo comparto en Facebook.¡Quiero que mis amigas se mueran de envidia!
Beatrice Holmes