Yo no me llamo Felipe

Esta tarde es distinta para ti. Muy diferente a todas las demás tardes. Vas a dar una sorpresa a tus compañeros de juegos. Una sorpresa como la que tú te has llevado. Estas de estreno. Tus hermanas te han traído desde Barcelona la equipación del Barça; Virgilio, un amigo de tu hermano, te ha cosido el número 9 en la espalda de la camiseta, como el que lleva tu jugador favorito, Johann Cruyff. Las medias y la pelota de las de verdad completan el regalo.

Y te dispones a sorprender a tus amigos. Ninguno en el barrio puede presumir del traje de futbol de su equipo preferido, y te consta que en el pueblo se pueden contar con los dedos de una mano los que tienen la misma suerte que tú. Esperas dejarles con la boca abierta.

Recorres los pocos metros que separan tu casa de la Plaza de la Paz devorando tu enorme bocadillo, ansioso por ver la cara que pondrán todos cuando te vean llegar. La plaza es un espacio de tierra que separa el primer bloque de las Casas Baratas de las Viviendas de los Maestros. Es lugar de paso, una de las vías que cruza el pueblo, y, aunque tenéis que detener el juego cada vez que algún vehículo se acerca, es donde soléis jugar cada tarde un partido que se prolonga hasta que las madres empiezan a llamaros para ir a estudiar o hacer deberes, antes de la cena. O la pelota golpea la puerta o la ventana de la casa de Doña Isi. Entonces, la más veterana de las maestras que hay en el pueblo, que vive sola, sale con cara de mala leche gritando que os marchéis a jugar a otro sitio.

Es una tentación para los más atrevidos. Ellos juegan a veces a lanzar con fuerza la pelota para molestarla y luego salir huyendo de la plaza. Entonces comienza para ti el calvario. Algo, quizá el propio terror que sientes al verla te hace permanecer quieto en medio de la plaza con la pelota en la mano. –¿Por qué demonios no haces como tus compañeros y te marchas de ahí?

–Felipe, ¿otra vez tengo que enfadarme contigo? ¡Dame ese balón ahora mismo!, voy a quitártelo a ver si así aprendes de una vez. Siempre os digo que marchéis a jugar al solar que tenéis ahí cerca, que allí no hay personas a las que podáis molestar con los balonazos.

Cómo veo que estás a punto de estirar tus brazos y hacer caso a esa vieja, te zarandeo y te hablo a ver si reaccionas. – ¿De verdad le vas a dar el balón? Acabas de estrenarlo y ya lo vas a perder. ¿A ti te parece bien? No me extraña que luego se mofen tus amigos.  Mírales, asomándose por la esquina de la calle a ver qué te pasa hoy.

Eso parece que resulta porque vuelves a apretar la pelota contra tu cuerpo, sujetándola con fuerza.

–Yo no me llamo Felipe, Felipe es éste– le dices, señalándome.

–¿Quién, ese amigo imaginario con el que te veo hablar? Porque ahora estás solo, como cada tarde cuando todos se ponen a jugar a futbol y no cuentan contigo. Te dejan ahí a un lado y te pones a charlar contigo mismo– te dice, agachándose para ponerse a tu altura.

Las lágrimas están a punto de desbordarse de tus ojos, nublándote la mirada. De cerca esta mujer te impone más todavía. Sientes que, si no sales pronto de allí, tu vejiga no aguantará más. Vas a dar el gusto a la pandilla de que se rían nuevamente de tu debilidad. Sin embargo, tus pies parecen pegados al suelo, reteniéndote allí frente a esa vieja bruja.

–Mírate, Felipe, ¿otra vez vas a mearte encima otra vez? Hoy estás de estreno y no quieres mojar el pantalón nuevo, ¿verdad? Dame el balón y se lo daré a tu madre cuando vaya a hablar con ella.

Ya estás viéndote en casa, recibiendo una buena bronca por golpear de un pelotazo la pared, sabiendo cómo se las gastan las dos, tu madre y la maestra.

Te limpias en el brazo los mocos y las lágrimas que no dejan de caer por tu cara. –Vámonos a casa, oye, no hagas caso a esta mujer, está amargada y tiene que pagarla con nosotros. Contigo, porque te ve tan chico y tímido, y si le enseñas que tienes miedo, ella se olvidará de los demás y cada día te acosará a ti.

Mis palabras te hacen reaccionar. Extiendes los brazos con la pelota y, cuando está a punto de arrancártela de las manos, dejas caer la pelota, e imitando a tu admirado Cruyff, haces un regate a la maestra. Y, sin parar de correr rodando el balón con tus pies, sales disparado a tu casa. Los de la pandilla no se creen lo que están viendo. -Caray, chaval, has tardado, creí que te quedabas allí como un llorón, pero has tenido agallas.

No haces caso a tu madre que te pregunta de dónde vienes con la cara tan sucia y te encierras en el baño. Me miras en el espejo y me gritas que deje de meterte en líos, que luego el que tiene que pasarlo mal eres tú, porque yo en cuanto veo que la cosa se pone fea, me escondo.

–Recuérdalo, yo no te llamo, por eso te pido que me dejes tranquilo. Yo no soy Felipe. Felipe eres tú.

Eduardo Torralvo.

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