– Un cortado con la leche desnatada y azúcar moreno, por favor-
– Ahora mismo señora – me dice una de las camareras que está detrás de la barra colocando vasos y platos en el cesto del lavavajillas, mientras la otra, permanece de espaldas al público atenta a los chorritos de café que van cayendo como pequeñas cascadas a sus respectivas tazas.
Me dirijo a una mesa que hay pegada a la cristalera. Suelto el bolso, me quito el fular y por fin me siento. Mi cuerpo agradece el reposo después de tres horas de aquí para allá, negociando mis libros al regateo con Rosita, la dueña de uno de los puestos del mercado de Sant Antonio. Con los veintisiete de hoy, hacen un total de seiscientos ochenta y cuatro euros. No es mucho, pero me llegará para pagar el alquiler. Saco mi libreta negra de tapas rígidas, la montblanc que aún conservo y anoto como una contable, la fecha, el asunto y la cantidad, en la misma lista en la que he mal vendido parte de mi vestidor, algunos muebles y artículos de decoración de las mejores firmas. Media vida dedicándome a las ventas para qué, para no saber venderme. De ayudante a comercial, a jefa de zona, a directora en gestión comercial y marketing, para luego caer vía directa al paro, porque un expediente de regulación de empleo así lo dispuso. Claro que, no es lo mismo vender lo que no es tuyo, no hay implícito sentimiento alguno, tan solo el incentivo de la comisión, que por otra parte es, la fuente motivadora, la que me llevó a de-se-ar todo aquello que pudiera ser deseable aunque no necesario. Así, vendedora y consumista todo en una. Me doy cuenta de que me consuelo y me castigo en la misma proporción.
La espalda de la camarera tiene cara también. Me coloca el cortado con un pequeño temblor en la mano, porque en la otra, lleva una bandeja repleta de suculentos cafés, pastas y mini bocadillos tintinando los unos con los otros, para llamar la atención de mis ojos que se dirigen a verlos. Le doy las gracias con una amplia sonrisa pero ella me ignora, así que, medio sobre de azúcar y remover lo justo, que hoy, ya llegué al cupo.
Miro a través del gran ventanal el gentío que va de acá para allá en esta soleada mañana de octubre. Sorbito a sorbito vuelven los sueños recurrentes… Estoy sentada en una mecedora de madera de fresno como si fuera una enferma convaleciente de hace un par de siglos. Una manta sobre las piernas y mis manos blancas con la piel adherida al hueso, encima del regazo. El pelo nieve, corto y echado para atrás, para que mis sienes demuestren lo que soy. Apenas puedo moverme y no me apetece mirar otra cosa que no sea este jardín, el camino y los árboles que lo acompañan. Desde aquí arriba, con los postigos abiertos del balcón veo venir a la joven, saludándome risueña mientras llega al pórtico de la entrada principal. Luego la oigo saludar a Manuela, hacerle cariños hasta que viene el delatador silencio de los susurros. No sé por qué lo siguen haciendo. Es tan evidente que le está preguntando por mí. Que si la flaca ha comido, que si la flaca se tomó la medicación. Así me llama y me llamó siempre mi queridísima amiga Manuela, la única que ha estado en mi vida. Oigo sus alegres pisadas subiendo los altísimos peldaños que la llevan hasta aquí. No puedo girar mi cabeza pero ya la siento. Detrás de mí, se inclina hasta besar mi mejilla derecha, con tanta fuerza, que siempre me tambalea al hacerlo. Luego se coloca delante, deposita sus frías y alargadas manos sobre las mías mientras se agacha para encontrar mis ojos. La miro, y soy yo.
Salgo de allí con paso firme, pero sin rumbo, porque cada zancada va decidiendo la dirección que más se le antoja. No soy yo, son ellas que me llevan, con ese deseo vivo desatado que me ha acompañado los últimos años, donde los segundos eran una eternidad para hacer diferentes cosas a la vez, y ahora… Me paran en el semáforo, me cruzan al otro lado de la calle, me salvan de los obstáculos, transeúntes, papeleras, me giran y me detienen sin poder tomar partido. Y acabo exhausta sí, hasta que tomo conciencia de donde estoy y vuelvo. Siempre vuelvo.
Abro la puerta de casa y me dirijo a la habitación. La veo, me siento y mientras mis pies me impulsan al balanceo, cierro los ojos en paz.
Toña Moreno