La señora Gracia

Durante años apenas reparé en ella a pesar de que vive justo en el piso de arriba. Ahora que estoy más tiempo en casa, cada mañana me detengo a charlar unos minutos con la señora Gracia. “Me voy a nadar”, susurra como si me explicara un secreto. Y a continuación se interesa por la salud de mis padres, que fueron vecinos suyos durante años, o me informa preocupada: “Este fin de semana vienen mis nietos, ¡espero que no hagan mucho ruido!”. A lo que respondo divertida: “Ruido es lo que hacen mis tres salvajes! ¿Oyó el berrinche de anoche?” “Nada, nada… ¡Si son unos ángeles!” sonríen sus ojos azul pálido. Luego se aleja con su paso liviano y silencioso.

Pese a estar arriba, raramente noto su sutil y leve presencia hasta que vuelvo a cruzarme con ella en la entrada o en la calle y me habla en un susurro, como si temiera importunarme. Su casa es la más silenciosa de todo el edificio. Sin embargo hubo un tiempo en que el bullicio llenaba su hogar: el alboroto de los niños; la voz grave e imperativa del esposo… Hasta que sus hijos crecieron y se fueron. Y más tarde, hace un par de años, su marido también la dejó tras una larga y dura enfermedad. El silencio, sólo roto por el runrún sordo y monótono de la máquina de coser, se adueñó de su vida. Y ella se acostumbró a él.

Esta mañana la señora Gracia ha salido apresurada a por el pan. Al encontrarme en el portal me ha saludado nerviosa y distraída antes de deslizarse calle abajo con una urgencia inusual, como si de comprar aquel pan dependiera su vida. No se ha detenido a charlar. Más tarde, al caer una pieza de ropa suya en mi tendedero, se la he llevado.

Desde la entrada atisbo un montón de maletas y paquetes preparados. “se le ha caído”_ le entrego su prenda y pregunto en un exceso de intromisión: “¿Se va de viaje?” Tras una breve turbación, una sonrisa asoma a sus ojos celestes. Evita una respuesta directa. “Precisamente, me gustaría darte algo para los niños”, dice. Mientras espero en la entrada, desaparece un momento en el cuarto que está justo encima de mi dormitorio y al poco vuelve con unos cuentos infantiles.

_ Me voy para siempre_ dice simplemente.

_ ¿A vivir con alguno de sus hijos..?

Duda un momento. En su silencio percibo un leve estremecimiento, como el aleteo de una mariposa atrapada en un bote de cristal. De repente, me ofrece un café y lo acepto intrigada e inquieta por la noticia.

Espero en la salita de la televisión, una de esas estancias que condensan toda la vida de una familia gracias a la acumulación minuciosa de objetos y detalles triviales, a la abundancia de telas estampadas,  visillos y tapetes, fotografías enmarcadas, porcelanas, souvenirs y algún juguete olvidado por los nietos. Como un cofre  minúsculo  y ornado que guarda en su interior la sencilla y frágil vida de Gracia.

Tras servirme el café en una taza de florecillas doradas, se sienta junto a mi y me suplica absoluta confidencialidad, pues no quiere que en el vecindario se hable de ella. Me sorprende su confianza, o tal vez, su anhelo de intimidad. Presiento uno de esos momentos excepcionales en que una complicidad inesperada nos abre la puerta al interior de otro ser.

De su bolso saca una foto vieja, deteriorada, en blanco y negro, y me la ofrece: un chico con traje militar de hace cincuenta años. Toma aire, duda… Al final se decide a explicar: “Nos conocimos siendo los dos muy jóvenes, en la feria. Desde entonces venia a verme cada semana, pero a mi padre no le gustaba y lo echó. Me pidió que me fuera con él, pero no tuve valor. Siempre he sido muy cobarde. ¡Cuánto me he arrepentido!”.

Intento disimular la sorpresa que me provoca su inesperada confesión y asiento comprensiva. Tras una breve pausa en que su memoria parece habérsela llevado lejos de aquí, ella continúa:

“Hice lo que tenia que hacer, la vida no era como ahora… Me casé con el hombre que quiso mi padre. Enseguida me di cuenta de que Juan, mi marido, se parecía a él, a mi padre. Por eso lo debió escoger. O fui yo…¡lo elegí yo!” Se detiene, parece reflexionar, “ No ha sido mal marido, no. No hablaré mal de mi Juan ¡Casi treinta años hemos estado juntos!.”

Intrigada miro a la foto que aún tengo en mis manos y le pregunto qué fue de aquel chico.

“Se fue, estuvo muchos años viviendo en el extranjero, en Alemania. Y nosotros nos vinimos a vivir aquí. A veces sabía de él a través de su hermana cuando nos encontrábamos en el pueblo en vacaciones. Hace unos años, al jubilarse, volvió. Cuando supo que Juan había fallecido, me escribió una carta. Al principio no quería responder, no me parecía bien. A Juan todavía lo tenia presente. ¡Estaba tan rara! Triste y rara. No pensaba nada claro. Pero esta primavera volví a ir al pueblo y me lo encontré. Dijo que siempre había pensado en mi y me volvió a pedir que me fuera con él.” Hace una pausa para enjuagarse la humedad de sus hermosos ojos.

_ Al final me he decidido. Me voy con él. He pasado toda la vida recordándole. Bueno, aún no se lo he dicho a mis hijos, me da miedo… Piensan que me voy al pueblo unos días…_añade con inquietud._ ¿qué pensaran de mi?

_Eso no importa_. Me embarga una mezcla de admiración y temor por ella, por lo incierto de su elección. Como si lo adivinara, añade:_ No creas, no soy una tonta, ya no espero lo mismo que de joven. Ese hombre no me va a salvar de nada. Sólo queremos ayudarnos los dos a vivir lo que nos queda.

Nos despedimos en la puerta con un abrazo emocionado. En el rellano del primero me cruzo con el chico de la foto: pelo y bigote blancos, porte elegante y erguido, con un aire mundano. Lleva sombrero a la antigua. Le saludo conmovida. Me mira un instante antes de continuar subiendo la escalera. Tiene una mirada vivaz y pícara. Llena de vida y esperanza.

Carme Gómez P.

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