La cita era a las ocho de la tarde. Laura Vives era la última visita del día. En la sala de espera no quedaban más pacientes y Aleidys, la recepcionista y esposa del doctor Rojas, había dejado las llaves de la clínica dental encima del mostrador de recepción para que fuera éste quien cerrase el local al terminar.
Antes de esa cita había habido siete más. Pablo Rojas y Laura Vives se habían conocido hacía un mes y medio cuando ella empezó a sentir un intenso dolor en el maxiliar inferior número treintaiséis. Laura siempre había tenido pánico al dentista y llevaba años sin pisar una consulta. Pero ante lo insoportable de aquel dolor, se vio obligada a claudicar y a pedir hora urgentemente en la clínica a la que acudía su madre, donde según ella, todas las personas que trabajaban allí eran encantadoras y el doctor Rojas tenía unas manos milagrosas.
Su madre tenía razón. Pablo Rojas tenía manos de ángel. Y cara de ángel también. Los nervios de Laura ante la primera visita se disiparon nada más tenderse en la camilla y encontrarse de frente con su rostro. Pablo Rojas, un mulato costarricense de unos treinta años, alto y esbelto como un junco y fuerte como una caña de río, la miraba por encima de la mascarilla con sus grandes y inusuales ojos de color verde mar. Pidió a Laura con una voz serena y aterciopelada que le contara cómo era el dolor que sufría y cuándo se producía. Y entonces, ella no supo cómo, pero de repente, además de explicarle que sus noches eran un infierno desde que empezara aquella tortura, se vio a sí misma explicándole a aquel doctor que era profesora de primaria, que estaba soltera y que no tenía hijos porque sus alumnos eran “sus hijos”, y rogándole que la anestesiara dos veces porque estaba muerta de miedo. Laura hablaba atropelladamente, dejando escapar una risa nerviosa que a Pablo Rojas le pareció tierna y sincera. Entonces él la tomó por la mandíbula y con delicadeza abrió su boca para examinarla. Le puso una pizca de anestesia, tan sólo para tranquilizarla y miro sus dientes uno a uno.
En aquella primera visita él le explicó que tendría que pasar por la consulta un par de veces más: un empaste y una rotura de funda tenían la culpa. Desde aquel día, Laura acudió a todas las citas tranquila y confiada, dejándose guiar por Pablo, “abre grande”, “ahora cierra”, “apreta fuerte” , “dime si te duele”, ansiando secretamente ese momento de intimidad entre doctor y paciente, pues aunque Pablo también permanecía a ratos silencioso ( manejar la turbina requería concentración y minuciosidad), lo cierto era que cada nueva cita era una oportunidad para ambos de conocerse un poco más. Así, durante el mes y medio que duraron las intervenciones, y siempre y cuando Laura no llevara entre los dientes un rollo de algodón, ella le hablaba de sus aficiones y Pablo, de las suyas, ella le explicaba anécdotas de la escuela y él le contaba chistes de odontólogo , y cuando ella escupía asqueada el colutorio lleno de escombros dentales, ambos reían divertidos: ella con el labio hinchado y torcido por la anestesia y él con la mascarilla bajada mostrando una hilera de brackets invisibles.
En la séptima cita, Pablo le habló a Laura de la soledad de su matrimonio de conveniencia con Aleidys. Ella le habló de su compañero de piso, un estrafalario gato negro con una patita blanca. Aquel comentario inocente y conmovedor hizo que Pablo tragara saliva antes de volver a hablar. Le explicó a Laura que ya había terminado su trabajo, que sus dientes estaban perfectamente, y que aquella era la última visita que ella habría de hacer a la consulta. Ella enmudeció al oír aquello. Sintió una punzada de dolor en el pecho. Se resistía a aceptar que no volvería a ver a Pablo a no ser que se atiborrara de dulces y acumulara unas cuantas caries. Él prefirió no confesarle que podría haberle arreglado la boca en la tercera visita pero que su animada charla, sus ojos color avellana y el olor de su cuello, le habían seducido irremediablemente hasta el punto de alargar la reparación durante unas cuantas citas más. Sólo por seguir viéndola.
Cabizbaja , tratando de disimular una lágrima, Laura le dio la mano a Pablo para que este la ayudara a bajar de la camilla. Ambos se miraron a los ojos deseando que el otro sintiera lo mismo, deseando que fuera el otro el primero en decir algo. Pero no hubo necesidad de que ninguno de los dos dijera nada. Pablo asió a Laura por la cintura y la atrajo hacia sí, envolviéndola en su pecho. Tras unos segundos que les parecieron eternos, se separaron unos escasos centímetros. Laura entreabrió los labios. Pablo la besó larga y dulcemente. Ella sintió el cosquilleo eléctrico de sus brackets y encontró un desconocido placer en ellos. Se dedicaron caricias que se volvieron cada vez más intensas y apasionadas. Se revolvieron los cabellos, se despojaron de sus ropas, se echaron alocadamente sobre el pequeño sofá donde solían esperar sentados los acompañantes de los pacientes y allí se amaron lejos de miradas indiscretas, solos en aquella habitación blanca llena de instrumentos metálicos.
Beatrice Holmes
Que bonic! Que tendre! Que ben escrit Bea….. Felicitats
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