-¡Claro que lo hago!- dije entre vítores y ovaciones de mis compañeros de gamberradas
– ¡Está “chupao”!
Aquel septiembre, unos meses antes, mis padres decidieron meterme en los Salesianos donde iba a estar internado por primera vez. Más de 300 niños de todas las edades esperaban a los nuevos para examinarnos y meterse con nosotros. De entre los novatos había uno que debido a su corta estatura estaba destinado a ser objeto de todas las burlas: yo, Adolfo Sánchez, el canijo.
Si quería sobrevivir tenía que espabilarme como fuera. Apenas llevaba allí dos días y ya me habían robado 2 veces los calcetines, me habían meado encima y me hacían mofas constantes. En aquel tiempo no existía la palabra bullying, pero haberlo, lo había. Necesitaba hacerme respetar de alguna manera. Era el pequeño de ocho hermanos, algo se me ocurriría, había sido entrenado en casa para salir de situaciones peores.
Pronto se me presentó la ocasión de darle la vuelta a mi situación. Como cada martes, al acabar las clases, muchos de los niños jugaban a fútbol en un campo enorme que los Salesianos, poseedores de unas instalaciones privilegiadas, tenían al lado del edificio donde estaban los dormitorios. No me gustaba el fútbol pero de alguna forma, me obligaban a participar de aquellos partidillos. Jugaba de poste derecho en la portería norte, en el izquierdo estaba Braulio el Natillas.
Debíamos permanecer inmóviles, haciendo de palo, todo el rato. Solo podíamos salir de ahí para ir a buscar la pelota si se iba lejos. Es triste, pero era lo más parecido a jugar con alguien, que había hecho hasta ese momento, en aquellos primeros días. Una de las veces que fui a recoger el balón escuché como un grupo de chicos especulaban, entre risas, sobre la posibilidad o no de que los curas salesianos llevaran ropa interior bajo la sotana. Debía ser uno de los grupos de chicos malos de por allí. Se reconocían porque no jugaban con la pelota, eso era cosa de críos, preferían fumar a escondidas e intercambiarse, de extra-perlo, revistas guarras. Mi cerebro enseguida vislumbró un plan para dejar de ser un palo de la portería.
-Yo digo que lleva calzones blancos- me apresuré a interrumpir, a cierta distancia y sin mirarlos- vamos a comprobarlo.
Me ardía el pecho y creo que mi corazón salió de él. Estaba a escasos segundos de salir a hombros o en una caja de madera. Me aproximé corriendo al Padre Nicolás y le levanté la sotana lo más arriba posible. Todo sucedió como a cámara lenta. Llevaba unos modernos, en aquel entonces, calzoncillos tipo slip de color blanco. Recuerdo vagamente las risas de mis compañeros que nos miraban y señalaban.
Después sé que recibí una hostia, sin consagrar, de la que perdí el conocimiento unos minutos y con la que gané un pitido en el oído derecho que aún hoy, 44 años después, me acompaña día y noche.
Al día siguiente me volvieron a castigar físicamente en el patio del colegio, delante de los demás alumnos. Me obligaron a rezar un «padre nuestro», dos «Ave María» y me dieron una torta por cada uno de los alumnos que, se suponía, vio y se rió del ofendido Padre Nicolás el día anterior. A partir de la leche 50, perdí la cuenta. Me daba igual, ya era una leyenda entre mis compañeros que, pasaron de llamarme Canijo a hacerlo como el Sotanas. Mi vida cambió radicalmente.
Cada vez que había un reto, allí estaba el pequeño Sotanas. Si había que romper una cristalera, nadie mejor que yo. Si teníamos que cazar lagartijas y darles de fumar, yo era su hombre. No me gustaba hacerlo pero había que sobrevivir. Me llevé muchas collejas, bastantes expulsiones y no pocos hematomas pero era respetado por fin y, admitido, con todos los honores en el grupo de los jefes del patio, junto al Chimeneas (el fumador por antonomasia del colegio), el Rodolfo Valentino (el único que había tocado una teta…y a una prima del pueblo), El Einstein (que de los gamberros era el único que sabía dividir) y al Abuelo (que había repetido 3 veces el último curso). Ya era de los Machos Alfa y eso que estaba en mi primer año y no levantaba del suelo más de 1,20m.
Una tarde, los Salesianos, nos llevaron al cine, para ver una película de romanos. Planazo. Los chicos malos, por supuesto, nos sentamos atrás. Allí era más fácil fumar y dormir. La película era soporífera, muy mala, así que empezamos a hacer de las nuestras. Otro grupo escolar, este de un colegio de monjas y, colocadas asépticamente en la parte izquierda del cine, al otro lado del pasillo central, no fuera que se quedaran embarazadas por estar cerca nuestro, iba a ser el objeto de nuestras burlas y bromas.
–Sotanas, ¿a que no vas a la madre superiora y le das un beso en los morros?-dijo el Abuelo, el líder de la manada.
-¡Claro que lo hago!- dije entre vítores y ovaciones de mis compañeros de gamberradas- ¡Está chupao!
Me fui corriendo por el pasillo hasta estar a escasos metros de la madre superiora. De repente, caí. No entraba en mis planes hacerlo, pero una chica bajita, con una cara de Ángel enmarcada con dos perfectas y simétricas coletas, me puso la zancadilla. No supe que hacer, ellas se reían…de mí ¡del sotanas!
La parte racional de mi cerebro me pedía venganza pero el resto del cuerpo no le obedecía. No podía moverme, no conseguía apartar los ojos de aquella niña que me miraba con cara de pena aunque se reía sonoramente, casi forzada. Lo entendí en seguida, ella era su Sotanas. Hizo lo que le habían dicho, quería encajar, como hacía yo. Así permanecí unos minutos, enterrado entre las risas de las chicas y los chicos, hasta que el Padre Juan me vino a rescatar con un par de empujones y dos collejas.
Desde ese momento, ya no fui el Sotanas. Pasé a ser el Enamorao. Volvieron a meterse conmigo pero me dio igual. Me casé con aquella chica bajita y la sigo queriendo con locura a día de hoy.
José Ramón Vera
Jose Ramón, me ha encantado el relato! We say in English, «it touches you». Es honesto, directo, fresco, real , conmueve, te toca la fibra. La escena final con la niña de las dos coletas , cuando él cae en la cuenta, me ha parecido bellísima , muy tierna! (era el efecto que buscabas?)
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