Dicen que no puedes bañarte dos veces en el mismo río, porque todo está en constante cambio y ni el río ni tú seríais los mismos.
Esa era la sensación que tenía Paula cada vez que iba a relajarse a la orilla del río Tajo. Tenía por costumbre huir a aquel lugar cuando se sentía agobiada dentro de la ciudad. Vivía en un pequeño apartamento en el centro de Madrid. Había dejado su Granada natal, para trasladarse allí y poder cursar sus estudios de interpretación. Paula por encima de todo, quería ser actriz.
Los primeros meses fueron muy duros. Con el dinero justo para sus estudios y poco más, dormía en albergues y comía en comedores sociales. Acostumbrada al cálido cobijo de su familia, Paula tuvo que madurar a un ritmo de vértigo. Tenía tan sólo 18 añitos, pero muchos sueños por realizar.
En el comedor social conoció al que sería su “gurú” durante su estancia en Madrid. Carlos era un excelente músico. Tocaba el violín de una forma magistral. El afortunado público al que deleitaba, eran los viajeros de la estación de Atocha. Al final del día, la funda desgastada de su violín sólo mostraba algunas monedas. Pero Carlos era feliz. Era feliz porque tenía el privilegio de hacer lo que más le gustaba en esta vida, tocar el violín. Su energía vibraba en alta frecuencia cuando su alma se fundía con la música que emanaba aquel bello instrumento de cuerda frotada.
Era un espectáculo prodigioso ver como deslizaba el arco sobre las cuerdas. No en vano, había sido miembro de la Orquesta Filarmónica de Viena durante diez maravillosos años . Pero un trágico suceso lo apartó de aquella exitosa vida.
Carlos entraba ya en los cincuenta y tantos. Conservaba todavía un aire juvenil en su rostro y en su forma de vestir. Pero su mayor atractivo era el sosiego que transmitía. Estar a su lado era como estar en un estado zen continuo.
Para Paula fue una gran suerte conocerlo. Lejos de su familia, necesitaba tener a alguien en quien refugiarse en esos días torcidos que la vida nos suministra de forma gradual.
Era una chica espabilada y a los pocos meses de estar en Madrid consiguió un trabajo de camarera en uno de los pubs de moda de la ciudad. No era un gran sueldo, pero suficiente para vivir y continuar con las clases de interpretación.
Paula tenía la belleza natural de la mujer andaluza. Una larga melena rizada de color chocolate cubría parte de su rostro dejando varios mechones sueltos. Sus grandes ojos negros delataban su origen. Mujer esbelta con suaves curvas de guitarra y andares firmes.
Sus días transcurrían entre los ensayos de la escuela, las copas que servía en el pub y las visitas a Ikea para amueblar su nuevo apartamento. Gracias a un modesto, pero bien administrado, sueldo de camarera pudo dejar los albergues y ganar intimidad.
El estado anímico de Paula era tan variable como un valor en bolsa. Echaba de menos a su familia, a sus amigos. Visitar la Alhambra y pasear por los jardines del Generalife impregnados de arte nazarí. Perderse en las teterías. Saborear los deliciosos piononos de la pastelería Casa Isla. Tomarse unas tapas en Plaza Nueva y contemplar la belleza de Sierra Nevada.
Carlos siempre estaba presente en sus días torcidos, dispuesto a obsequiarla con la bella melodía de su violín a cambio de una de sus sonrisas.
Fue él quien la llevó por primera vez a los parajes del río Tajo. Un excelente lugar para escapar de la ruidosa ciudad.
Era verano y el calor sofocante en la capital obligaba a buscar refugio. Paula llamó a Carlos para pasar la mañana en el río, aprovechando su día festivo. Preparó bocadillos, refrescos y un par de toallas. De repente se trasladó a su infancia, recordando los días familiares de playa en Almuñecar. En su memoria, su madre preparando tuppers, gazpacho bien fresquito y la tortilla de patatas que tan esponjosa le quedaba. En ese momento su rostro reflejó una media sonrisa que desprendía añoranza y melancolía.
La voz de Carlos la sacó del sopor de sus recuerdos. Éste al ver la expresión de su cara, la abrazó sin decir nada. Marcharon juntos hacia el río. Una vez allí, Paula se quitó sus sandalias de verano. Adoraba caminar descalza, le gustaba sentir el contacto directo con la tierra.
MARISOL ROJAS