Su princesa

– Niña, ¿qué hora es? –me pregunta después de compartir juntos unos minutos en silencio.

– Son las cinco y media –respondo mirando mi reloj de pulsera. El reloj de la sala de estar va atrasado desde la semana pasada.

– ¿Vamos a merendar? –continúa él.

– Claro –le respondo pellizcando suavemente su rodilla.

-¿Y la abuela vendrá?

– Estará al caer, abuelo.

Mi abuelo deja de mirarme y mira por la ventana. Veo como se humedece los labios y suspira.

– ¿Te he contado como conocí a la abuela? –dice volviéndose de nuevo hacia mí.

– Mmmmm creo que no…. ¿cómo la conociste? -digo fingiendo una curiosidad repentina, pues me sé la historia de memoria.

– Oh, tu abuela…. Qué guapa era la jodía…

– ¡Abuelo! –cruzo los brazos y con un gesto de la cara finjo enfadarme por la palabrota, pero después sonrío.

– Es la verdad, niña. La más bonita de la oficina era. Todas sus compañeras eran guapas, pero ella…. parecía una princesa, con esos moños altos que se hacía y que adornaba con un pasador.

-¿Así que la abuela trabajaba en una oficina? –le pregunto aunque sé de sobras la respuesta.

– Los dos trabajábamos en Pamadosa, bueno, yo no trabajaba allí, yo iba por allí una vez a la semana para llevarles su pedido de café.

– En esa empresa trabajaban con papel, ¿verdad? – le pregunto haciéndome la interesada.

– Sí, tu abuela y las otras chicas hacían pedidos de papel parafinado, de celulosa, de embalaje….En aquella empresa se trabajaba muchísimo, las máquinas de escribir echaban humo, los teléfonos no paraban de sonar, los comerciales, de parlotear, las secretarias, de pasear arriba y abajo, y luego estaba ella, que cuando entraba en un despacho, lo iluminaba con su sonrisa.

Sonrío. Ahora viene la parte romántica de la historia.

-¿Y tú qué hacías allí, abuelo?

– ¿Yo? Yo sólo era el chico del café. Cada jueves les llevaba los vasitos, las cucharillas y los sobrecitos de café que tomaban en el descanso.

– Ya, pero ella se fijó en ti….- le digo guiñándole un ojo.

– Pero no fue en la oficina, fue en el baile. –me responde llevándose la mano al cuello, como si fuera a apretarse el nudo de una corbata.

Pasan un par de minutos durante los que espero que él vuelva a tomar la palabra. Ha adoptado un aire melancólico. O tal vez se ha quedado en blanco. La verdad es que no lo sé ; su cara me ofrece pocas pistas.

– Ah, los mozos de mi época… – continúa de repente- cómo esperábamos a que llegara el domingo para ponernos guapos, ir al baile, conocer chicas… Y ellas, igual. Se vestían de veintiún botón, con aquellas faldas de vuelo, y se cardaban el pelo para hacerse aquellos moños…. ¿te he contado ya cómo se hacía el moño tu abuela? – me pregunta.

– Se ponía un pasador , ¿verdad? – digo tocándole la nuca – A esta altura más o menos, ¿no?

– Sí, parecía una princesa…. , con ese moño alto que se hacía y que adornaba con un pasador….. Y tacones, también llevaba tacones altos, de los que se estilaban entonces, que ahora las chicas siempre vais con zapato plano, no os arregláis, que algunas tenéis treinta años y seguís pareciendo niñas.

– Vaya, hombre, gracias –le digo.

Pero en eso mi abuelo lleva razón. Yo hoy visto un poco hippy y calzo unas sandalias playeras. Si pusieran mi foto junto a la de mi elegante abuela, nadie daría un duro por mí. Por desgracia, la elegancia es algo natural, no se hereda.

– La primera vez que hablé con ella fue en el Majestic –no ha escuchado mi último comentario- en el baile de los domingos, porque los domingos el baile se hacía en el Majestic, y los sábados en el Flamingo, pero ella y sus amigas iban a bailar los domingos al Majestic, que yo las escuchaba hacer planes cuando iba los jueves a la oficina. ¿Sabes que tu abuela y yo nos conocimos en la oficina?

Asiento con la cabeza y lo miro con ternura.

– En la oficina yo no podía decirle nada porque no era el momento , no fuera yo a decirle algo y que los jefes la regañaran…..Pero en el baile sí, allí sí podía acercarme a ella, allí ella no era la secretaria, ni yo el mozo de los recados.

Y aquella tarde yo le pregunté que si quería bailar, y ella me dijo que no, que estaba esperando a otro, y yo le dije que llevaba observándola un rato y que nadie la había sacado a bailar, y que quizá ese otro la había dejado plantada. ¡Uff! Con lo orgullosa que es, ¡por poco me fulmina con la mirada! – me dice echándose las manos a la cabeza.

Esta es mi parte favorita de la historia. Mi abuelo me cuenta cómo mi abuela , indignadísima por aquel comentario del plantón, intentó darle largas, pero cómo él se las arregló ingeniosamente para cambiar de tema, sacarle más tarde una sonrisa, y finalmente, bailar una lenta con ella. Eso sí, mi abuela marcó pronto la distancia mínima de seguridad que se les exigía a las chicas decentes: brazos estirados, codos hacia fuera

– ¿Qué hora es ya, niña?

– Son las siete menos cuarto, abuelo.

– ¿Vamos a merendar? –me dice mirándome pero sin verme.

– Claro que sí, dentro de un rato.

– ¿Y tu abuela vendrá?

– Estará al caer, abuelo –le vuelvo a repetir.

Mi abuelo no recuerda que la abuela murió hace un mes. Y cuando murió y la despedimos en el cementerio, no recordaba que aquella mujer había sido su compañera de vida.

Me pregunto cuánto tiempo tardará en olvidarnos a mi madre y a mí, y a la familia que aún le queda y que viene a visitarle a la residencia.

No quiero mentirle cuando me pregunta, pero a veces no sé cómo lidiar con esta cruel enfermedad que borra sus recuerdos. Y hoy he traído la grabadora a nuestra visita. Y mientras esperamos a que la cuidadora aparezca con la merienda de los pacientes, grabo las palabras de mi abuelo; la historia de su princesa, la joven de la oficina, la del moño alto y el pasador.

Beatrice Holmes

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