En ese momento no sabría decir qué me molestaba más, si la arritmia que me había provocado el despertarme de golpe con el sonido del timbre, si plantearme como una opción real el salir de la cama y ver quien era o, si por el contrario, los ladridos incesantes del asqueroso chihuahua que habíamos rescatado de la perrera y que respondía al nombre de gato, aunque yo le llamaba pepe, iniciales de puto perro.
El timbre volvió a sonar, esta vez con un tono mucho más molesto. Mis dudas quedaron despejadas, lo que más me molestaba era levantarme. Me puse los primeros pantalones que encontré en la silla sin mirar si quiera si era pijama, chándal o leggins de alguna de mis hijas, y así, a pecho descubierto, me dirigí a ver quién perturbaba mi único momento de tranquilidad en todo el día. Seguramente mi hija Rebeca se había vuelto a olvidar las llaves, lo cual la desheredaba ya para siempre. Sigue leyendo

Aún no había acabado de recoger el desayuno cuando oí la puerta abrirse. Yolanda, al contrario que su padre, siempre llegaba puntual, cosa que se agradecía después de 12 horas trabajando de noche.
Granada era su hogar, ese lugar en la tierra donde él se encontraba feliz y contento. Salim echó una mirada a su alrededor y comprobó que todo estaba en orden. Sus concubinas dormían tranquilas y sus guardianes estaban firmes y atentos en sus puestos.