Per Montserrat Baduell Latorre
Está bien, lo confesaré… amo el cine. Lo amo desde que tengo uso de razón. Quizá ahora, por las responsabilidades adquiridas con los años, no puedo dedicarme a él como antes, pero, no por eso, he dejado de adorar el séptimo arte.
Entre mis primeros recuerdos están las sesiones dobles en cines de barrio, los maratones de pelís de Tarzán o de cuentos de Disney, amenizadas siempre con las palomitas de rigor. En aquellos tiempos ir al cine era relativamente barato. Te pasaban dos películas, estabas entretenido unas cuatro horas y volvías a casa con una satisfacción que no veas y el pompis cuadrado. Aparte de que tus progenitores agradecían que sus churumbeles hubieran estado tranquilos toda la tarde.
De esa época, recuerdo dos traumas importantes. A saber: La muerte de la madre de Bambi, ¡por Dios, cómo se pasaron! Y la bruja de Blancanieves, que me dio tal susto que soñé con ella durante días. Qué crueles eran con los niños antes, ¿no?, será por eso que somos una generación fuerte, digo yo.
Ya de más mayorcita recuerdo con cariño las grandes películas en Technicolor y pantalla panorámica en los grandes cines que, poco a poco, han ido desapareciendo de nuestra vida. Cines como el Regio, el Urgell, el nuevo Cinerama fueron un ejemplo de estas salas, que llenaron nuestras mentes de sueños y aventura. Películas como “La conquista del Oeste” o “Mujercitas”, esta última llorando a lágrima viva, quedaron para siempre en mi retina.
En mi familia, y durante las comidas multitudinarias en las que se reunían abuelos, tíos, primos y padres, siempre se hablaba de cine, sobre todo del gran cine clásico de los 40 y 50 y musical, para más señas. Así pues, no es de extrañar que este género sea, a día de hoy, uno de mis preferidos. Entre el caldo de Navidad o la crema de Sant Josep siempre aparecía el claqué de Fred Astaire o Gene Kelly o la anécdota mil veces contada de que mis tías y mi padre le escribieron una carta a Shirley Temple, que era su heroína, y que nunca llegó a responder.
Luego llegó la adolescencia, y con ella, las grandes culpables de mi “frikismo”: ¡Jesus Christ Superstar” y…si señores, ¡“Star Wars”! Me confieso superfan de esta saga, que se va a hacer. Puedes ser amante de las obras de Shakespeare o de las melodías de Brahms, puedes ser neurocirujano o que te encante la física cuántica, pero eso no quita que te quedes con la boca abierta viendo como el Halcón Milenario cruza la galaxia y salta al espacio interestelar en cinco milisegundos. Una cosa no quita a la otra, he dicho.
Con el tiempo el ir al cine se ha ido ralentizando. Primero, porque los hijos crecen y ya no es tan importante ni urgente ir a ver la última de Harry Potter o El señor de los anillos y segunda, y más importante, porqué últimamente para ir al cine necesitas solicitar un crédito. Las entradas son carísimas, te pasan solo una película, los cines son pequeños como el salón de tu casa y encima, si quieres palomitas, mejor que amplíes el crédito. Por no decir que si eres una familia de cuatro personas, mejor que te vendas un riñón en el mercado negro.
De todas maneras, yo sigo reivindicando mi amor por el séptimo arte. Todavía siento un cosquilleo cuando entro en la sala y una emoción especial cuando se apagan las luces y aparecen los títulos de crédito. Y porqué por mucho Nexflix, HBO o Amazon que nos inunde de pelís, la magia de ver una película en pantalla grande y en sonido Sensurraound o lo que sea, no te la quita nadie.