Per Montserrat Baduell
Desde que era niña, ir a Montserrat siempre ha sido algo más que un viaje. Quizá sea porque mis padres, que en su infinita sabiduría escogieron este nombre para llamar a su hija, siempre he sentido que pertenecía un poco a ese lugar.
A través de los años la he visitado con mi familia, los cuales siempre decían que eran muy “montserratinos”, con amigos, pero siempre con un reverencial respeto y una íntima alegría.
Cuando llegas no puedes evitar mirar hacia el cielo, y contemplar las caprichosas formas que el tiempo, la lluvia y el viento le han dado a sus montañas. Es curioso descubrir las formas de “momia”, “elefante” o de “cavall bernat” que le dan su aspecto característico.
Al poco rato, un sonido irrumpe en tus oídos y te embelesa y aturde. El repiqueteo de las campanas del monasterio, entre místico y glorioso, envuelve a los visitantes y los prepara para la visita a la Basílica. Allí, el olor de las innumerables velas y el calor que proyectan hablan de la fe que anida en los corazones de las gentes de ese lugar.
Cuando, tras una larga cola, puedes llegar a los pies de la Moreneta, como se le llama cariñosamente, y desde cuyo camarín se vislumbra la magnífica iglesia, la emoción inunda el alma de aquellos que, como yo, la siente como algo suyo y la veneran.
Al salir de la Basílica es la hora de otras alegrías más mundanas. Es hora de comprar la típica “coca”, una dulce y terrenal tentación, o las galletas que de pequeña merendaba con un buen trozo de chocolate. El olor de esa coca todavía me recuerda a las tardes subiendo y bajando cuestas para visitar los lugares más sobresalientes del enclave, Sant Miquel o els Degotalls, por no hablar de la Santa Cova.
Y tampoco podemos olvidar el “mató”, una variedad de queso fresco, tan típico como obligada su compra y degustación.
Casi siempre eran viajes que duraban unas horas aunque algunas veces tuve la oportunidad de hospedarme algunos días en sus “celdas”, sencillos apartamentos donde se alojan los visitantes. Mi hora preferida en esas ocasiones eran al caer la noche y por las mañanas, muy temprano, cuando empezaba a retirarse la niebla que cubría las cumbres cercanas y las campanas del monasterio anuncian la primera misa del día.
Pero siempre, cuando abandono el lugar, miro hacia la Basílica y las queridas montañas y, como si pudieran oírme, les digo “hasta pronto”.