Puertas abiertas

 

 

El ruido te sobresaltó. No habías visto los inútiles esfuerzos del joven sudamericano por evitar que la bandeja se deslizase de sus manos derramando un café sobre una señora, los platos, vasos y tazas que servía haciéndose pedazos contra el brillante suelo.

El sueño llevaba dos días peleando contra tus pupilas y al final, en aquella incómoda butaca de la terminal, se abalanzó sobre tus pestañas, cerrándolas. Deslizó tu cuerpo para que la espalda tuviese apoyo sobre el corto respaldo y dejó caer tu cabeza hacia un lado, estiró tus piernas, relajó tu mandíbula dejando entreabierta la boca. Un hilo de saliva asomaba cuando despertaste. Al abrir los ojos, un vaso rodaba dejando un reguero de zumo de naranja. Se detuvo vacío junto a tu bolsa de viaje.

La miraste. Abultaba poco. Dentro de ella viajaba la parte del pasado de la que no te podías desprender, testimonio de los pecados que la vida te empujó a cometer. Siempre lo habías creído así, me lo decías una y otra vez. Tú no tuviste nada que ver, te viste arrastrado. Papeles del castigo que te ha impuesto. Papeles finos pero que suponían un peso en tu equipaje, el maldito VIH en los certificados médicos y en tus entrañas, durmiente. Un duro lastre con el que tendrías que llenar aquella y todas las bolsas de viaje que completases y que tuvieses que cargar por aeropuertos como el de El Prat. Hacía sesenta minutos que el avión procedente de Ibiza te había dejado en la flamante terminal y te restaban tres horas para que otro vuelo completase el viaje llevándote a Canarias. Algunos bocetos, cuatro mudas completas, un par de zapatillas deportivas, un tejano, junto con el neceser y una toalla, era todo cuanto llevabas. Y el billete hacia la incertidumbre.

 El camarero se apresuraba a recoger los restos del accidente mientras pedía disculpas a la señora. De la boca del hombre sentado a su lado salían insultos hacia el chico. Ante aquella situación, el bochorno se iba apoderando de las mejillas de la mujer. Ibas a levantarte y acudir en defensa del muchacho pero la pareja se alejaba, ella tirando del brazo de su acompañante. La escena te traía recuerdos. A la misma edad que él recogiendo trozos de vidrio y cerámica en otras cafeterías de la costa. Alicante primero, para pagarte los estudios de Publicidad y las juergas que tu padre se negaba a financiar, Ibiza después. Con el tiempo recogiendo pedazos de tu propia vida, desparramados por la geografía nocturna del ocio, la droga y el sexo en la que te sumergías cada noche. Recuerdos que viajaban contigo, porciones adheridas a tu equipaje.

 El apetito que empezaba a mostrar tu estómago te empujó a la cafetería, donde esperaba un buen desayuno. El camarero aliviaba el mal rato con un vaso de agua, dejándolo a medias para servirte pero le indicaste que no tenías prisa y terminó de beberla toda. Un instante después te ponía delante un trozo de empanada y una coca cola que colmaron ligeramente tu ansiedad. Comenzaba a llegar gente y apenas podíais intercambiar preguntas y respuestas muy cortas entre los pedidos que él atendía.. Algo en él te hacía buscar sus ojos negro aceituna, algo en ti suspiraba por arrastrarle a un rincón oculto si es que existía en aquel lugar tan diáfano e iluminado. Sin parar de servir a una pareja que acababa de sentarse a tu lado, te dijo que había nacido en algún lugar de Perú que no llegaste a oír con claridad porque tu mente seguía despojándole de ropa. Hacía cuatro años que había aterrizado en Madrid, y tres que llegó a Barcelona, donde con su trabajo en la barra y unas horas que hacía en un almacén reunía el suficiente dinero para enviar a su familia y pagar la habitación.

La terminal bullía de personas, jamás habías visto un aeropuerto tan abarrotado. El sonido de las voces, las máquinas, las maletas rodando hicieron volver al dolor de cabeza que antes de tomar el avión estuvo martilleando tus sienes y apenas percibías sus palabras. Con un apretón de manos te despediste de él y le deseaste suerte. Te hubiese gustado hablarle de tu ciudad, de aquellas salidas a las calas y rincones donde el deseo que sentías por tus amigos comenzaba a despertar en aquellos juegos de adolescente, bañándote desnudo junto a ellos y en aquella inocencia de los primeros tocamientos que despertó en ti el amor a escondidas, la atracción prohibida. De cómo saliste huyendo de una adolescencia de internado en internado para ir a parar a una juventud de locura en locura, y entre éstas, un poco de cordura te permitió terminar Publicidad. Al igual que te fuiste a Ibiza sin nada, ahora pretendías llegar a Canarias a empezar de cero otra vez. Ganaste mucho dinero, el mercado de la publicidad te abrió unas puertas y, una vez dentro, tú abriste otras más peligrosas. Te llamaba el riesgo y entraste.

Comenzabas a tener calor y buscaste un lavabo. Allí, la cara agradeció el agua fría. Las marcas de las últimas noches en vela eran aún muy claras, y el espejo te mostraba las pupilas rojas y los párpados hinchados.

– No tienes buen aspecto, cabrón, ¿estás seguro de que te has puesto el último?–, te gritaba el frio hombre que tenías delante. Esta vez te acompañaba la confianza para hablar a la imagen del cristal. En ocasiones no habías tenido el valor para discutir con ella y pasabas el menor tiempo posible mirándola, acababa diciéndote verdades que no querías escuchar.

– Cuántas veces me has devuelto una cara que no era la mía, y ahora no voy a darte el gusto de ver un rostro necesitado de salir corriendo en busca de una raya, ¿cómo que no estoy bien? Llevo tiempo sin consumir y, sin embargo, no me crees.

– No puedo mostrarte una cara que tú no reflejas .

Reconocías que el espejo tenía razón. Volviste a mojar tu cara y a levantar la vista esperando verte limpio, incluso forzaste una sonrisa, esperando que aquel rostro cansado y cargado de alcohol y coca fuera un mal recuerdo. Nunca te gustaron las imágenes que veías en los espejos y ahora seguías sin ver un semblante sereno.

– No es el mono lo que te hace esa mala cara, lo sé, son las dudas y el miedo a lo que las puertas que te esperan esta vez guardan detrás, pero permíteme que dude que ahora seas  capaz, de verdad, de dar un portazo a siete años de roñosa subsistencia, de no volver en Tenerife a las andadas, otra vez al lodo.

Tu imagen continuaba sin gustar al hombre al que te enfrentabas.

 Buscaste la toalla en la maleta. Echaste una ojeada a aquellos bocetos publicitarios diseñados en los pocos momentos de lucidez que habías tenido desde que comenzaste a consumir cocaína. A Tenerife no eran campañas publicitarias lo que te llevaban. Fueron desapareciendo de la mesa del apartamento donde estaba tu estudio. Ibas cargado de preguntas sobre tu futuro, la barra de otro bar, quizá. Hubo un tiempo en que eso te funcionó, hacías buena caja en verano en la discoteca y luego podías vivir bien el resto del año. Pero en Ibiza habías renunciado al trabajo para el que te habías preparado y después de estar mucho tiempo al otro lado de aquella línea que no debiste pasar, salías huyendo de nuevo.

– ¿De qué escapas ahora, de ti mismo?, dices que estás haciéndote el propósito de alejarte para siempre de las drogas, que ya has pagado cara su cercanía. No quieres atarte a nadie, ya no te queda nada de lo que huir, porque de tu enfermedad ya no puedes escapar, y a casa de tu familia ahora no quieres presentarte así, enfermo, derrotado. Qué orgulloso. No has vuelto a hablar con tu hermana desde antes de que los análisis te dieran aquel golpe. No lo saben. Tampoco sabes nada de ellos.

 Aquellas últimas palabras del espejo te acompañaron de vuelta al vestíbulo. Preguntaste la hora a un empleado de la limpieza. A medida que se acercaba el momento de embarcar otra vez, la espera solo contribuía a aumentar tu inquietud, deseabas poder dar por finalizado el viaje, pero estabas decidido a que lo que quiera que fuese que había ocupado tu organismo, que podía acortar tu futuro no asaltase aquella tranquilidad que creías ganada cuando apoyaste la cabeza en el asiento del avión de Iberia, y éste se elevó dejando atrás la isla que te llenó de vivencias. De buenas y malas experiencias.

Con aquellos dibujos en la mano buscaste un banco donde poder mirarlos con tranquilidad. Tu cerebro volvía a funcionar con claridad. Ni rastro de la maldita jaqueca. La contemplación de aquellos trabajos te transmitía esperanza y te invitaba a cerrar de golpe tras de ti todas las puertas que te empujaron a cruzar. Si puedo, te repetiste un par de veces. Las personas sentadas cerca te miraban, estaban escuchando los pensamientos a los que la garganta ponía voz para reafirmarlos más aún. Al darte cuenta, te esforzaste en controlar los impulsos. Recogiste los papeles en la bolsa y te levantaste poniéndotela al hombro.

 Caminabas por el edificio entre la gente a la que el tiempo se echaba encima, que se esquivaba, que te adelantaba a la carrera, hasta que llegaste a la salida. Al cruzarla, creíste oír una voz femenina que te llamaba a través de la megafonía para embarcar.

 Un enorme cartel te daba la bienvenida a Barcelona.

         Eduardo Torralvo                                                                                                                     

 

 

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