Por: Daniel Lerma Vilanova
Desde hacía dos años siempre volvía allí; al lugar del accidente. Me daba una vuelta por el Port Olímpico, en una especie de peregrinación al lugar donde volví a nacer. Dónde todo ocurrió.
Daba largos paseos por la playa del Bogatell, que junto a la Mar Bella y la Nueva Mar Bella, formaban parte de la fachada marítima en el barrio del Poble Nou, siempre con la esperanza de volverla a ver, y que ya se había convertido en un deseo.
Si creo que sí, deseaba volver a ver aquella cara de nuevo. Aquél ángel que me salvó la vida. Fue un 31 de Julio, viernes a las 13.30 h. Un día antes de las vacaciones de verano.
Y como cada viernes a esa hora, el tráfico era rápido e intenso en la Ronda del Litoral. Ese día me encontraba especialmente nervioso, y algo en mi interior me decía que debía ir con precaución. Por desgracia esos malos augurios se cumplieron.
A la entrada del túnel bajo las dos torres Mapfre me percaté que en la mitad del mismo, todos los coches estaban parados. Pude frenar a tiempo quedándome a un metro del vehículo que tenía delante de mí, instintivamente observé por los retrovisores para ver si, el que venía detrás de mí, también había visto la caravana que se había formado. Respiré tranquilo (más bien suspiré) al ver que aminoró la velocidad y dejó una gran distancia entre nosotros.
Por desgracia, eso duró muy poco, tan solo unos segundos. El ruido de los frenos de otro coche, que se interpuso entre los dos y que se incorporaba a la ronda a gran velocidad pasando de un carril a otro, llegó hasta mis oídos como si fuera la premonición de mis últimos instantes de vida.
Alcé la vista al tiempo que recibía el impacto del todoterreno, y de inmediato una serie de imágenes vertiginosas se sucedieron en mi mente haciendo un rápido repaso de lo que había sido mi vida, hasta ese fatídico momento.
El vehículo que se lanzó como un proyectil-camicace a 90 kms/h se estrelló contra la parte de atrás de mi coche, causando una carambola con otros ocho que tenía delante de mí.
Después de eso, ruidos de cristales rotos, lamentos e insultos procedentes de los conductores afectados. Las sirenas de ambulancias y coches de policía, no tardaron en anunciar su llegada y pronto el lugar se llenó de policías y sanitarios intentando ayudar.
No recordaba nada más, el dolor tremendo en mi cabeza me impedía hacerlo. Después me desmayé. A continuación el silencio. Después la nada y más tarde el túnel. Más tarde, no puedo precisar el tiempo, unos instantes o quizás una eternidad. Oí unas voces, abrí los ojos y una luz al final del túnel me deslumbró. — ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? —Me preguntaba. Y otra vez las voces; “uno, dos, tres, cuatro, cinco” ¡vamos! Siento que algo o alguien me ahogan. Presión en el pecho y otra vez las voces; “uno, dos, tres, cuatro, cinco” ¡vamos! —dijo la voz.
Salgo del túnel la luz es cegadora. Tras la luz su cara. Es hermosa, y sus labios suaves y salvadores se posan sobre los míos insuflándome su aliento, devolviéndome a la vida.
¡Por fin! mi corazón vuelve a latir desbocado ¡gracias! —le digo. Aunque no sé si esas palabras, logran salir de mi boca y ella las pudo oír. Una gran sonrisa aparece en su cara armoniosa, me coloca una mascarilla de oxígeno, me da un golpecito en el hombro y ordena al camillero; “¡listo, ambulancia y directo al hospital, echando leches! “Te curaras” —me dijo —Su voz potente y sonora no estuvo exenta de dulzura, cuando se dirigió a mí.
La última imagen que recuerdo de ella al salir de allí, fue un corazón partido por una daga, tatuado en su brazo izquierdo. Se lo señalé y le dije:
—Yo tengo otro igual.
—Me sonrió y me contestó —Lo sé.
Es lo último que recuerdo. Pero no estoy muy seguro de haber tenido esa conversación.
Después de meses en el hospital, acabé mi recuperación en casa. Cuando me dieron el alta, me propuse que, al término de cada jornada iría cada tarde a dar paseos por el Paseo Marítimo. Quería contemplar las playas y observar a mí alrededor, alzar la vista al cielo y agradecer estar vivo, y siempre, recordaba a la mujer del rostro armonioso que me salvó la vida en el túnel de la ronda.
Una tarde, paseando por la playa Nova Icaria me acerqué al Espigó del Bogatell para ver cómo se ponía el sol. A esa hora ver esconderse el sol era un espectáculo. Al final del espigón y sobre los bloques de piedra donde rompían las olas; la vi. Estaba sentada sobre uno de ellos. Supe que era ella por el tatuaje en su brazo izquierdo. Me acerqué un poco más, y al verle la cara, se me disiparon todas las dudas. Efectivamente era ella, observaba como se ponía el sol allá en el horizonte, mientras los rayos del sol hacían brillar sus cabellos castaños. No pude evitar sentir cierto regocijo ¡por fin la había encontrado!
Pero lo que sucedió a continuación hizo que mi alegría fuese efímera y pasajera, al ver que se incorporaba, y se lanzaba al agua. Mi corazón empezó a latir desbocado como un caballo salvaje. De inmediato, su cuerpo se empezó a hundir en aquellas aguas rompedoras. Superado el impacto que me provocó la imagen de su cuerpo cayendo al mar, no me lo pensé dos veces y me lancé al agua tras ella. Su cuerpo ya no estaba en la superficie, y me sumergí hasta que logré cogerla por las axilas. Estaba semi inconsciente y nadé con ella hacia la orilla de la playa. A duras penas pude llegar, la corriente del agua nos llevaba una y otra vez hacia los grandes bloques de hormigón.
Yo le hablaba le suplicaba; “¡por favor ayúdame a salir de aquí o nos ahogaremos los dos!” Por fin llegué a pisar el fondo y a golpe de empujones, llegamos a zona segura. Ya en la orilla de la playa, la ayudé a expulsar el agua que había tragado en esos momentos terribles. Me hacía ademanes para que la dejara, y cuando por fin pudo hablar, me dijo:
— ¡me quiero morir! ¡No quiero vivir más así! ¿Por qué me has sacado del agua?
Su voz, desgarrada, golpeó en mis oídos haciéndome caer en la más absoluta impotencia.
— ¡tranquila! —Le dije —hablemos un poco por favor —me miró —y le repetí — ¡por favor!
Asintió con la cabeza y se puso a llorar mientras su cuerpo aterido de frío empezó a temblar y en esa postura encogida, la abracé para darle calor.
—Escucha —le dije —tengo el coche aparcado cerca de aquí, en él tengo ropa y toalla para secarnos y cambiarnos. Nos quitamos esta ropa mojada y después nos tomamos algo calentito. Eso nos reconfortará y después hablamos ¿te parece bien? Asintió con un gesto que interpreté como un sí.
Mientras nos cambiábamos observé detenidamente aquél tatuaje que junto a su bello rostro, había permanecido en mi memoria durante dos largos años.
Entramos en uno de los muchos bares que hay a lo largo del paseo junto a la playa. Al observarla con atención, su cara había perdido la expresión vivaz que antaño tenían y yo recordaba. Sus ojos tristes y piel ajada, me hablaba de una persona que estaba sufriendo mucho. Su mirada perdida, era la más triste que yo jamás había visto.
Le dije qué, la había estado buscando durante bastante tiempo para agradecerle, que me hubiera salvado la vida. Su cara, incrédula, me miró para escudriñar mis pensamientos e intentó asociar mis palabras con ese hecho
— ¿y eso cuando fue? —preguntó. Aunque advertí que no tenía muchas ganas de hablar.
—Eso sucedió el 31 de julio de hace dos años.
Me preguntó si estaba seguro de esa fecha y le contesté que sí, porque al día siguiente empezaba mis vacaciones de verano.
—Estuve implicado en un accidente y recuerdo que tú me salvaste de morir -proseguí cogiéndola de las manos y mirándola a los ojos.
Un ligero brillo apareció en sus ojos como si recordara aquél accidente y empezó a explicarme que, aquél día ella estaba de guardia en el Cat Salut y la llamaron desde emergencias, por ser la médica más cercana al lugar del accidente.
Poco a poco me fue explicando detalles de su vida. Trabajaba como médica en ruta dentro de una ambulancia y me explicó que hacía dos años había perdido a sus dos hijos y a su marido en un accidente de tráfico y desde entonces la vida se le había puesto muy difícil para vivirla.
Yo le dije que era una pérdida muy importante, pero que ella me había salvado la vida, y estaba seguro que la de mucha gente, así que podía estar muy satisfecha de su labor como profesional médica, porque estaba haciendo un gran servicio a la sociedad.
-Siempre recordaré esa fecha -me interrumpió -porque perdí a mi familia, justo un día antes de coger las vacaciones de verano, y porque de no haber atendido antes a otro accidentado, que se encontraba dos coches antes que el de mi marido, posiblemente hoy, estarían vivos.
– Pero la vida continúa y llegará un momento en que los recuerdos se irán difuminando en tu mente -le dije.
– Creo que nunca lo llegaré a olvidar porque el hecho de que tuviera el mismo tatuaje que yo, en el brazo me lo recordará toda la vida.