La entrega de premios es esta noche, en realidad empezará dentro de una hora. Mi marido va a recibir un premio al mejor entrenador de fútbol de la temporada. No he acabado de arreglarme para la gala y aún tenemos que dejar a los niños con mi suegra. Nuestros gemelos tienen dos años y son guerreros: malos comedores y trasnochadores. Podríamos dejárselos a mi madre- me dice Óscar hace unos días- y así salimos en plan novios, tú y yo solos. Sí… tú y yo solos con los otros veinte premiados, sus acompañantes, el concejal de deportes, los sponsors, los fotógrafos, y la radio y televisión locales… ¡Menuda noche romántica!– me digo abriendo el cajón, intentando encontrar el rímel con una mano, y apartando a mis hijos del grifo del bidé con la otra. De una patada cierro el cajoncillo en el que también han estado revolviendo mis cosas.
– ¿Puedes venir a por estos dos? Así no puedo arreglarme –le ruego a Óscar.
– ¿Te falta mucho, cariño? –me pregunta.
– Maquillarme y buscar una chaqueta. Si te aburres esperando, puedes revisar que no falte nada en la mochila de los niños.
Le oigo resoplar. Yo resoplo mentalmente. Viene al cuarto de baño y saca a Leo y a Lucas , que se han metido dentro de la ducha y están abriendo todos los botes de champú y acaban de adivinar cómo se abre el de la mascarilla.
-¡Óscar! ¡Lucas¡ ¡Coge a Lucas! ¡Que no abra la mascarilla, por favor! ¡Queda poca y vale un pastón! -digo dejando el rímel abierto en un lugar donde no pueda manchar nada y ayudándole a sacar de la ducha a Leo también.
– Venga chicos, vamos a jugar fuera, que mami se tiene que acabar de arreglar.
Encerrada por fin a solas en el baño, consigo curvar mis pestañas hasta el infinito y poner algo de color en mis mejillas. Mientras intento resaltar mis labios con un rojo pasión que hace siglos que no utilizo, recuerdo aquellos momentos frente al espejo de mi habitación de veinteañera, cuando me arreglaba para salir con Óscar, cuando cada paso del maquillaje era importante y llevaba su tiempo: corrector, base mate, polvos compactos, sombra de ojos, máscara, colorete y pintalabios. Todo un ritual al que me entregaba durante más de media hora y siempre con las mariposas revoloteando en mi estómago, todo un derroche de creatividad para lucir resplandeciente durante los escasos cinco minutos en los que Óscar, por entonces jugador, abandonaba el banquillo en la media parte y se dirigía la grada para saludar a sus fans, que éramos unas cuantas.
No consigo pintarme los labios porque Leo está aporreando la puerta del baño.
– ¡Mamiii! ¡Pisss!
– ¡Pues venga, corre! ¡tú solito! ¡al orinal! – le digo dejándole pasar porque ya lleva los pantalones medio bajados. Pero no hace ni tres semanas que les enseñamos a los peques a pedir pipí, así que por su mirada y el reguero que aparece en el suelo, deduzco que se le ha escapado.
– Mami, ya no… -me dice con una mueca de arrepentimiento.
– No pasa nada, cariño – me agacho a su altura y se lo digo con dulzura, mirándole a los ojos, porque es lo que dicta el manual de las madres comprensivas- ¡Óscarrr! ¡Trae la fregonaaa!
Óscar la trae y con él a Lucas sobre sus hombros.
– Tranquila, ya friego yo. ¿Por qué no vas al otro baño y acabas de vestirte? Al final… se nos va a hacer tarde. ¿Qué te queda?
Le miro y no sé si atizarle a él o a los niños con el mocho.
– Pues si me dejáis los tres, en cinco minutos estoy lista. ¿Tú has repasado la mochila?
– Cuando acabe de fregar, lo hago – me dice tranquilamente mientras deja a Lucas en el suelo.
– Ya, ya… -suspiro.
Pero le hago caso y me dirijo a nuestro dormitorio. De camino, veo entreabierta la puerta de la habitación de nuestros dos torbellinos. Podría pasar de largo, pero no lo hago; es superior a mí. En el suelo, el coche de bomberos, el dominó, los dinosaurios, el Spiderman sin cabeza, los cubos apilables, la guitarra, las peonzas, el balón… Los recojo y los encesto dentro del baúl de los juguetes que Leo y Lucas comparten. Antes de cerrar la puerta, diviso unos calcetines sucios en el suelo. Me agacho y me los llevo conmigo a mi habitación. Abro mi armario y empiezo a buscar la chaqueta que combine con la ropa que llevo puesta. Los niños se presentan al momento y sonríen al ver mi colección de zapatos al descubierto. Id con papá, por favor –les pido- pero en cuestión de segundos les tengo a mis pies, peleándose por unas sandalias de aguja.
Me asomo al pasillo y busco a Óscar. Lo pillo mirando su reloj. Viste tejanos y sus últimas Nike color azul flúor. Pues si a él no le importa ir así… tacones descartados, me digo, y vuelvo al armario a por las manoletinas de piel y la cazadora tejana.
– ¿Nos vamos? – pregunta el premiado desde el comedor con la mochila de los niños al hombro.
– ¡Nos vamos! ¡Nos vamos! – respondo varias veces mientras cojo a Leo y a Lucas de la mano, apago la luz del baño, echo un último vistazo a nuestra habitación, arrastro a nuestros hijos por el pasillo, compruebo que la cocina esté recogida, la plancha apagada y las cortinas del salón corridas.
– Por fin…. –dice Óscar, que ya ha abierto la puerta y ha pulsado el botón del ascensor.
Me lanza otra de sus miradas de resignación… como si fuese yo quien pierde el tiempo cuando en realidad lo que sucede es que paso una hora recogiendo trastos de unos y otros.
Ya dentro del coche, para no entretenernos más, mi marido le hace una perdida a mi suegra. Es la señal para que baje al portal de su casa y recoja a los gemelos. En menos de dos minutos estamos plantados en la acera de su calle, tan sólo vive a tres manzanas de nuestra casa, le damos las gracias y prometemos a Leo y a Lucas una sorpresa si se portan bien con la abuela.
La Gran Vía se convierte en un baile borroso de luces multicolores que se desvanecen a la misma velocidad con la que Óscar pisa el acelerador. Sé que él hubiera deseado poder llegar antes a la ceremonia y conversar con antiguos compañeros de equipo, así que no le agobio con mi típico “conduce despacio, que lo importante es llegar” y busco en mi bolso una lima de uñas, en un último intento por completar mi look.
– ¿Pero… esto que es? –me da la risa y levanto los calcetines sucios de los niños.
Aprovechando que estamos parados en un semáforo, Óscar me mira. Y entonces, es en ese momento, al verle sonreír, cuando me relajo al fin y empiezo a disfrutar a solas de su compañía.
– Ay, cabecita loca… seguro que no te habías dado cuenta de que los llevabas en la mano –me dice mirando por el retrovisor interior y reanudando la marcha.
Tras otros cinco semáforos en los que acaricio el vello de su nuca como hacía siempre que me devolvía a casa de mis padres, llegamos al hotel donde se celebra la Nit de l’Esport. Aparcar no resulta un problema, y en poco tiempo estamos charlando animadamente en el hall con amigos y conocidos de Óscar. Es una noche para el reencuentro donde se dan cita deportistas de todo tipo, atletas veteranos, eternos rivales, cuerpos técnicos, equipos revelación y jóvenes promesas acompañadas de sus orgullosos padres.
La ceremonia discurre con la normalidad de otros años: un vídeo resumen de los momentos más destacados del año, una cena correcta con la dosis equilibrada de proteínas e hidratos de carbono, conversaciones de sobremesa acerca de la temporada, las victorias , los partidos difíciles, las lesiones y los retos para el futuro. En todas ellas participo con mi mejor voluntad, aunque el resto de comensales sepa que no soy de esas mujeres que suelen acompañar a su marido a las competiciones.
El speaker hace unas cuantas pruebas de micrófono y poco a poco se van acallando todas las voces del salón. Es el momento de la entrega de los galardones, de los premios al esfuerzo y al trabajo de deportistas y preparadores, del reconocimiento a unos profesionales que en muy pocas ocasiones son valorados como tales. Los nombres de los ganadores se comunican de antemano, pero a pesar de ello, el ambiente rebosa expectación y en algunas mesas, los homenajeados ya han empezado a servir cava.
Bajan del escenario con sus trofeos el mejor Pivot de la Liga, la mejor Medio Fondista de 1500 metros, el reciente campeón de España de Triatlón y las jovencísimas campeonas europeas de Gimnasia Rítmica. A continuación, un entrenador veterano recoge el premio honorífico del año por toda una vida dedicada a fomentar el deporte entre los niños, y es entonces cuando anuncian el nombre de Óscar Salas . Pellizco suavemente la rodilla de mi marido por debajo del mantel. Al fondo de la sala, sus jugadores le corean. Sube a recoger el premio y animado por los aplausos, pide el micrófono para dar las gracias:
– Quiero dedicar este premio a mis jugadores, ellos son los que hacen que…
De pronto no escucho lo que Óscar está diciendo porque recibo unas palmaditas en la espalda. Asoma una cara junto a la mía, tan próxima que puedo percibir su asfixiante olor dulzón. Es Valeria, la ex de Óscar. Fueron pareja durante el año en el que él era el jugador de moda y durante aquel tiempo odié a Óscar por tener tan mal gusto. Aquella pija de Valeria… siempre conseguía lo que se le antojaba simplemente porque era hija del entrenador. Afortunadamente para mí, la niña de papá se cansó de Óscar en cuanto llegó al equipo un nuevo delantero centro.
– Siempre he dicho que te llevaste al mejor, Anne. Óscar se merece ese premio porque se entrega al máximo en TODO lo que hace.
No me gusta lo que trata de insinuar. A pesar de que está casada con un directivo del club de fútbol, no ha dejado de pavonearse delante de Óscar todos estos años siempre que ha tenido ocasión. Además, Valeria no ha tenido hijos y luce una figura estupenda. Mis inseguridades respecto a mi físico empiezan a aparecer en escena.
Trato de zafarme de sus garras, apoyadas todavía sobre mis hombros, y entonces vuelvo a conectar con el discurso de Óscar, que ha alzado el trofeo y está mirando en mi dirección.
… y también quiero dedicar este premio sobre todo a mi mujer, que es la que se encarga de que todo funcione a la perfección en casa mientras el equipo y yo estamos concentrados. Este premio también es tuyo, Anne.
Me siento como Penélope Cruz el día que Javier Bardem le declaró su amor en la ceremonia de los Goya . Se me ilumina el rostro y sonrío ampliamente para que Óscar me vea. Seguidamente, con un gesto inusual en mí, miro desafiante a Valeria, que ha quitado sus manos de mis hombros y me dedica ahora una sonrisa forzada.
-Lo sé, soy muy afortunada –le digo levantándome de la silla porque mi marido ha bajado del escenario y se dirige hacia nosotras – Óscar se entrega al máximo TODO el tiempo, a todas horas – le contesto en voz alta para que el resto de la mesa nos escuche. Puede que parezcamos vulgares gatas callejeras, pero la verdad es que me he quedado a gusto diciéndoselo.
Óscar llega hasta mí y apenas repara en la presencia de Valeria, que se queda con el “enhorabuena” pegado en sus labios al ver cómo Óscar me levanta del suelo y me estampa un alocado beso que desata un guirigay de silbidos entre sus jugadores y comentarios entre los asistentes a la gala.
El premio es más mío hoy que nunca.
Beatriz Holmes