La Gran Vía en otoño está preciosa, hoy luce diferente, brilla con este azul limpio o así me lo parece.
Mis pies se detienen junto a la calle Viladomat al llegar a la casa Golferich. Mis manos acarician aquello que el arquitecto dejo al alcance de los peatones. Su portón de dos puertas, su reja, su estructura modernista me hacen soñar en principios del siglo XX y me pregunto cual será el destino que el Ayuntamiento tiene previsto para esta vivienda de suntuosas ceramicas y maderas preciosas.
Estos momentos en que voy hacía la academia me sirven para ordenar también mis emociones. Tengo que hacer algo con el chico que se sienta en la cuarta fila, justo detrás de mis amigas.
Juan, ese es su nombre, tiene aire de perdona vidas. Viste ropa demasiado formal para un chico de su edad. Los vaqueros no forman parte de su indumentaria. Aunque quiere parecer mayor su rostro barbilampiño delata la realidad.
Llevamos ya dos meses de curso y cada vez lo detesto más y más. ¡ Qué rabia ver como se me anticipa siempre en cálculo¡. Consigue con su soberbia sublevarme.
Su mano siempre alzada a modo de banderín de tal forma que para mi las clases se han transformado en una carrera de clasificación para los JJOO, por lo menos.
Cuando preguntan algo, él siempre da la respuesta que el profesor espera. És el alumno ejemplar, estudioso, educado, correcto, disciplinado…. ¡¡¡ Vamos, lo que se conoce comúnmente por un empollón ¡¡¡
Comprende todas las asignaturas y parece que comen de su mano: Catalán, Matemáticas, Contabilidad, Informática… todas las domina por igual.
Hoy en estadística mi paciencia ha llegado a tal punto de ebullición que me he girado hacía su dirección y con rabia contenida le he dicho:
– ¿Puedes esperar?. No estás solo en clase, ¡sabes¡- queria yo sonar neutra pero la furia ruge por mi boca.
Mis amigas han puesto cara de sorpresa ante mi actitud, por que siempre he sido una mujer callada y discreta.
Pero estoy cansada de ir a remolque, porque antes de él, sí antes de él era yo la más rápida, la más brillante….
La envidia ha vencido a mi sensatez. Si las miradas matasen, él yaceria fulminado en el pasillo, a mis pies a modo de felpudo. Pero no, él no. Él todo lo controla, nada altera su porte sereno y con su voz soberbia me responde.
– ¿Por qué no te lees el manual de instrucciones de la calculadora?
Y continua impertérrito, ajeno a mi colera, dándole a la tecla.
¡Lo odio ¡ ¿Y mi amiga quiere invitarlo a Blanes este mes???… Yo me niego. Junto a él no construiré, jamás, flanes de arena.
Mª Isabel Penelas