Per Montserrat Baduell Latorre
La casa está silenciosa. Silenciosa y mortalmente triste. Desde el exterior, a lo lejos, luce hermosa y magnífica, como una novia a la que han abandonado al pie del altar. De porte orgulloso, pero vacía por dentro.
A través de las ventanas veo el mobiliario. Una pátina de polvo y la escasa luz que entra por los ventanales cubre las bellas formas y convierte las otrora brillantes siluetas en amenazadoras gárgolas. Los costosos cortinajes cuelgan, desmadejados y los vistosos colores de antes lucen ahora desvaídos. Pienso con nostalgia en los tiempos en que esta casa estaba llena de alegría, de música y risas. De corazones jóvenes, llenos de vida e ilusión.
Ahora, por el contrario, el silencio también impregna los alrededores de la mansión. Los trinos de los pájaros y el zumbido de las abejas van desapareciendo a medida que te acercas a ella. El jardín, en otros tiempos orgullo de sus cuidadores y de los amos de la propiedad, se asemeja a un camposanto, con las plantas y flores abandonadas a su suerte. Casi todas ellas, marchitas y secas, esperan que un alma caritativa les arranque la escasa vida que les queda.
Casi puedo escuchar las risas de mis hermanas, bajando la escalinata que lleva al salón, con aquellos maravillosos vestidos confeccionados expresamente para la gran ocasión de su presentación en sociedad. Sedas y tafetanes, organzas y bordados estallan en miles de colores realzando su belleza y juventud. Con las miradas llenas de ilusión buscan a padre para que les de su aprobación mientras madre las observa con cariño. También me veo a mí misma, con aquel vestido blanco salpicado de rosas bordadas de color rosa. Busco la mirada de mi madre, que me sonríe orgullosa. ¡Qué feliz me sentí aquel día! Nadie podía presagiar en lo que se convertirían nuestras vidas un tiempo después.
Veo desde la ventana el salón con el piano. ¿Cuántas horas habré acariciado esas teclas, con una emoción casi religiosa, en aquella casa de los cánticos, como la llamaba padre? ¿Cuántas veces nos habremos reunido toda la familia alrededor de ese piano, para cantar bellas melodías o entrañables villancicos?
Ahora todo está muerto. Las personas, las ilusiones, los sueños, todo.
Entro en la casa. Huele a polvo, a abandono y a olvido. Todo permanece igual, pero todo es distinto. Miro hacia la chimenea y todavía puedo ver a padre sentado en su sillón favorito fumando con su pipa aquel tabaco suave cuyo aroma me recuerda tanto al hogar extinto. En frente, mi madre sentada al calor del hogar bordando delicados pañuelos, con aquella sonrisa tan añorada.
También puedo ver a mis hermanas, Sara y Jane, cuchicheando y riendo mientras deciden qué traje se pondrán en el próximo baile. Y me veo a mí misma, sentada en la mullida alfombra jugando con nuestro amado lebrel, Odín.
Al subir al piso de arriba y entrar en la que fue mi habitación siento el peso de los días, los años que han transcurrido. Y entonces recuerdo el último día que estuve en ella. Lo recuerdo claramente, como si lo estuviera viviendo en ese preciso momento, como el último día en que estuve viva…