Una fuerte tormenta nos sorprende esta tarde a la salida de la cafetería de la Barbican Library, pero por suerte, el apartamento en el que vivo desde que me mudé a Londres no queda lejos, así que sugiero a Katie correr hacia allí para tratar de guarecernos de la lluvia. – ¿Puedo subir a tu casa hasta que pare de llover? –- me pregunta con la lengua fuera tras la carrera – Mi autobús no pasa hasta dentro de una hora.
– Eeeh…sí, sí, claro, claro, sube. Si te atreves… – le respondo pensando en el desorden que dejé tras de mí esta mañana al salir de casa.
-¿Qué pasa? ¿Has dejado la cama sin hacer? –me pregunta divertida.
¿Esta mujer me lee el pensamiento o es que soy un desastre doméstico como la mayoría de los hombres? -pienso.
– Tranquilo, no se lo diré a tu madre -sonríe burlona.
– Vaya, pues… pues, gracias –contesto mientras busco las llaves en el bolsillo de mi chaqueta.
Me siento un poco idiota. He empezado a tartamudear, algo que siempre me pasa cuando estoy con Katie. Me pregunto si ella se dará cuenta de lo mucho que me cuesta ser ingenioso en su presencia. Mientras subo las escaleras que llevan a mi apartamento, no puedo dejar de pensar que ella viene a sólo dos pasos por detrás. No estoy seguro de estar a la altura de las circunstancias.
Abro la puerta y la hago pasar a ella primero. Me descalzo, dejo las llaves sobre el minúsculo mueble del recibidor y me apresuro a pedirle su abrigo mojado para secarlo junto al mío cerca del radiador del salón. No entra demasiada luz por la ventana, así que corro las cortinas de par en par. Los pocos muebles que poseo hacen presencia en el salón. Mis libros se agolpan en la estantería de baldas anchas que compré a juego con la butaca de piel de la que me enamoré en un bazar de Picadilly. La pantalla de la lámpara de pie está torcida; la enderezo. En la mesa, donde como y trabajo, amontono papeles, carpetas, bolígrafos, mis gafas y el portátil. Me fijo en la copa de vino que bebí anoche. Está a punto de caer por culpa de una torre de diarios atrasados, así que la recojo al vuelo.
Mientras trato de adecentar un poco el aspecto del sofá, hecho unos zorros tras otra de mis largas noches de insomnio, observo que Katie está todavía en el recibidor mirando la acuarela veneciana de Turner. Evidentemente no es la original, mi sueldo de profesor adjunto no da para tanto, pero conseguí una copia bastante buena en Camden Town el año pasado.
– ¡Vaya, Damian! ¿Qué tenemos aquí ? –exclama- Una Turner…. es preciosa… – ahora habla en voz baja mientras acerca su rostro al cuadro- El reflejo de la puesta de sol sobre el canal parece tan real, el agua parece de verdad.
– Sí , su manera de usar la luz era asombrosa – digo tratando de impresionarla – ¿Sabes? Turner tenía a los críticos del momento divididos. Muchos de los que se sentían fascinados por su bello juego de colores, se mostraban desconcertados ante la dificultad de distinguir en sus acuarelas formas y figuras.
– Siempre tienes una anécdota para explicar, ¿eh? – Katie aparta sus ojos de la acuarela y sonríe- Los entiendo –dice volviendo de nuevo la cabeza y señalando con el dedo un punto de la acuarela pero sin llegar a tocarla- Fíjate cómo se entremezclan aquí los colores… parece la estampa de un sueño.
La miro durante unos segundos que me parecen una eternidad. Esto sí es un sueño. He pasado la tarde con ella en nuestra cafetería favorita hablando de estos últimos meses en los que no nos hemos visto, de los libros que hemos devorado, de las películas que se estrenarán en breve, y ahora la tengo en mi casa, con el pelo mojado por la lluvia, las gotas aún resbalando por su rostro, empapando mi alfombra, sonriéndome directamente a los ojos. Sé que más temprano que tarde volveré a tartamudear.
– Esto…… Katie, ¿quieres quitarte los zapatos? Tienes los pies mojados y… y deberías pasar al salón y ponerte junto al radiador para estar más… más cómoda, ¿no? – le suelto atropelladamente. – ¡Oh, sí, claro!¡ tienes razón! ¡Tengo los pies empapados! ¡te estoy poniendo el suelo perdido! Entonces… ¿qué? ¿puedo pasar? –me pregunta con otra de sus arrebatadoras sonrisas.
Saco una alfombrilla del taquillón del recibidor y la pongo junto al paragüero que tengo al lado de la puerta. Katie deja sus Converse negras allí y se seca los pies con una toalla que le traigo del baño. Me da la mano para que la ayude a mantener el equilibrio mientras lo hace. Qué presumida es, pienso al ver las uñas de sus pies pintadas de rosa. Cuando acaba, me devuelve la toalla y entra caminando de puntillas al salón.
La dejo mirando la estantería y entro en la cocina a calentar agua.
– Prepararé té. ¿Te parece bien? –le pregunto.
Pero no me ha escuchado.
-¡Tienes más libros que yo, Damian! – la oigo decir –A mí apenas me queda espacio en casa para uno más. Björki empieza a no tener sitio por donde pasar – ríe. Björki es su compañera de piso, una gata de angora gris, gorda y señorona, que odia a los hombres. En ocasiones, cuando he visitado a Katie en Guildford, donde vive desde que terminamos la universidad, esa felina consentida siempre me hace saber que no soy bienvenido con sus repetidos bufidos.
Mientras espero a que hierva el agua, asomo la cabeza por la puerta de la cocina y la veo inclinar la cabeza de lado a lado leyendo títulos. Tras unos minutos en silencio, alcanza un libro del estante superior. Disfruto viendo su naricilla respingona fisgonear entre las páginas. Es un pequeño ratón de biblioteca, como yo.
– ¡Has comprado el primer volumen de los estudios de Carl Jung! –exclama levantándolo. A Katie y a mí nos encanta la novela negra y Jung fue el primero en su época en hablar del diagnóstico psicológico forense.
-Bueno, de hecho he comprado también el segundo y el tercero, pero los debo de tener en el dormitorio, porque en el salón ya no cabe ni un libro más– le digo sin intención de resultar pedante.
– ¿Los puedo ver? –me pregunta acercándose a la cocina.
– Claro. Nos llevaremos el té allí y curioseas lo que quieras – le guiño un ojo. Cojo dos tazas del armario y noto que me tiemblan las manos. Me avergüenza que Katie vea el horrible espectáculo del fregadero, lleno hasta arriba de platos por lavar, y decido taparlos con un trapo limpio, por si acaso.
Katie toma una taza para ella de entre mis manos. Noto el roce de sus dedos. Me encanta lo suaves que son. Me pregunto si me habrá rozado expresamente, me pregunto si alguna vez, en todos los años que hace que nos conocemos, se habrá dado cuenta de lo que siento por ella. Dicen que las mujeres saben esas cosas, que ellas intuyen cuándo un hombre bebe los vientos por ellas. Katie y yo fuimos los mejores amigos en la universidad, pero sólo fuimos eso, muy buenos amigos. Con el tiempo, esa buena amistad me ha pesado como una losa. En el pasado intenté confesarle mis sentimientos muchas veces pero siempre me dio miedo estropear lo que teníamos. Y un día decidí dejarlo correr. Así que hoy no va a ser diferente. ¿O sí?
El té está listo, así que nos sirvo una primera taza.
– Mmmm… qué bien huele….¿que és?
– Rooibos con especias. Venga, sígueme –le digo. Y nos dirigimos a mi habitación.
Efectivamente la cama está sin hacer y todo manga por hombro. Dejo un momento mi taza encima del escritorio, también abarrotado de papeles, y me hago paso entre los diferentes objetos que acampan por la alfombra, el maletín de clase, una caja con discos de vinilo, mis viejas zapatillas a cuadros, y llego hasta la ventana. Abro las cortinas para dejar pasar un poco de luz. Fuera sigue lloviendo. ¿Puedo subir a tu casa hasta que pare de llover? –habían sido las palabras de Katie.
– Por favor, que no pare de llover todavía –digo en voz baja mientras miro al cielo en busca de las nubes más grises.
Recojo rápidamente lo que tengo por en medio pero Katie ya se ha sentado con su té en la alfombra y apoya la espalda en la parte del edredón que cuelga de la cama. Me arremango las mangas del jersey, tomo de nuevo mi taza y me siento junto a ella.
-¿Te acuerdas del viaje de fin de carrera a Ámsterdam? – me pregunta
– ¡Sí, claro! – me río – ¡Aquel año estábamos todos pelados! Yo tuve que hacer traducciones de francés para ganar unas libras extras y tú trabajabas los fines de semana en aquella sandwichería que ….¡oh! ¡cómo la odiabas! ¿Cómo se llamaba?
– O’Briens -contesta con una mueca tediosa.
– Aquella supervisora pelirroja te tenía manía, ¿eh? Siempre te acusaba de poner demasiada lechuga en el pan – le digo pellizcándole la rodilla.
– ¡Era una tacaña! Además, me tenía envidia porque los de clase veníais a comer los domingos y me esperabais allí hasta que salía de trabajar. Creo que le gustabas, Damian, –dice con retintín- Eras tan simpático con ella…Seguro que pensaba que eras mi novio y por eso me daba más trabajo los fines de semana.
No puedo creerlo. ¿Katie celosa? Nunca ha usado ese tono conmigo y me pilla desprevenido.
– ¡ Katie! –me río- ¡Sólo trataba de caerle bien para que te dejara salir antes!
Pero entonces, tras las risas, un ángel pasa entre nosotros y el rostro y la voz de Katie cambian; noto cierta melancolía poco habitual en ellos.
–A veces, cuando tengo un bajón, saco el álbum de fotos de ese viaje y me animo. –me dice mirándome a los ojos.
No sé si esa mirada es la que siempre había esperado de Katie, si es una invitación a tirarme al vacío sin red , si es la oportunidad de hablarle por fin sin palabras de un amor que ya creía inconfesable, pero el caso es que no ha pasado ni un segundo entre un pensamiento y otro , cuando de repente, mi brazo no es mi brazo, porque actúa por cuenta propia, como si se hubiera cansado de ser prudente, y me veo rodeando a Katie y atrayéndola hacía mí. Contengo la respiración y espero su reacción. Ella no se opone, sino que hunde su cabeza en mi pecho.
– Damian, no quiero que vuelva a pasar tanto tiempo sin vernos. Yo….
No la dejo acabar. No estoy seguro de qué quiere decirme, pero quiero pensar que , al igual que yo, ella también se ha cansado de ser prudente y ha escogido un día de lluvia en los zapatos para hacérmelo saber.
Beatrice Holmes
Queremos saber como sigue Bea 🙂
Me gustaMe gusta
Estoy trabajando en ello. 😉
Me gustaMe gusta