Marian se apretó las sienes con el dedo índice y pulgar intentando así aclarar sus ideas entre tanto griterío. Era evidente que ése no era el lugar en el que ella quería estar. Los teléfonos sonaban constantemente y los clientes no paraban de exigir los materiales que compraron hace días y que todavía no habían recibido en su almacén. Marian añoraba los días en los que, sentada en el estudio de su casa, entre montones de libros, corregía manuscritos para entregarlos a las editoriales. Escritores nóveles, rezaban para que las obras que ella sostenía entre sus manos, llegaran algún día a ser publicadas. Eran buenos tiempos, en los que una podía dedicarse a trabajar de lo suyo y, lo más importante, cobrar por ello. El sonido del incesante teléfono le hizo volver a la realidad. No le daba tregua. Ese cruel ring-ring no le dejaba soñar despierta. Adoptó el modo automático para escuchar las quejas del cliente sobre algún pedido de algún material que no le interesaba en absoluto. Ni siquiera sabía qué contestarle porque no hablaban el mismo idioma. Español, sí, pero le hablaba de cosas de las que no había oído hablar en su vida. Estaba claro. Este trabajo era todo lo opuesto a ella. Sigue leyendo
