Antes de ponerse a escribir, entró en su habitación. Abrió el armario, escogió un vestido de tirantes finos, entornó la puerta y puso la almohada en el centro de la cama. Una vez sobre ella, se arremangó el vestido hasta los muslos y fingió que su brazo era otro brazo que acariciaba sus pechos y encendía su entrepierna.

Tras unos minutos concentrada en su propia respiración y en el olor de su pelo, recién mojado tras la ducha de hacía unos minutos, los tirantes del vestido cayeron y se contempló a sí misma, los pezones duros apuntando a la pared, las nalgas oprimiendo la almohada, su sexo hambriento, enrojecido.

Le imaginó a él detrás, acompañándola en sus movimientos. Se mordió el labio recordando la humedad de su lengua y entonces se corrió. Breve pero intenso. No fue necesario como otras veces imaginar posturas, inventar diálogos o desnudarse del todo. Necesitaba una satisfacción inmediata, un momento sublime que la dejara totalmente relajada, vacía, porque sabía que sólo así su prosa fluiría viva, auténtica.

Con el corazón aún latiéndole con fuerza, devolvió la almohada a su lugar en el cabezal de la cama, se echó el pelo a un lado, se subió las bragas y se acomodó el vestido. En el salón le esperaba su portátil con un Word en blanco abierto.

– Y ahora, a escribir – se dijo.

Beatrice Holmes