Jazmines andaluces

Sobre las estanterías había un libro de cubiertas gastadas que daban fe del paso del tiempo sobre lomo de sus tapas. Había pasado de generación a generación sobreviviendo a todas las historias de la familia. Lo cogí en mis manos con firmeza y temor a la vez. Pesaba pero a la vez amenazaba con desintegrarse, soplé con fuerza y una nube de polvo se esparció por toda la estancia, un cosquilleo en la nariz me hizo estornudar. Lo deposité con cuidado sobre la mesa maciza de roble y abrí la ventana del viejo caserón. Entró la luz a raudales y me asomé al patio interior.

Estaba todo exactamente igual que veinte años atrás y aunque mis visitas habían sido esporádicas y cortas todavía conservaba la imagen nítida de la última vez que lo vi.

Era algo mayor que yo, puede que cinco o seis años y siempre permanecía recluido en su cuarto. Únicamente al caer la tarde se escabullía mientras los señores cenaban en el salón y se perdía despacio a través del sendero de grava en dirección al pueblo.

Recuerdo sus pisadas y el aroma de su perfume confundidos entre los jazmines andaluces. Era y es un olor que me ha perseguido siempre y que identificaría sin temor a equivocarme en cualquier momento y lugar donde me encontrase.

Cada tarde de ese verano a la misma hora, agazapada tras el seto que separaba la fuente de piedra y el camino contenía la respiración, sin poder evitar que se me agitase el pulso y me recorriese un fugaz e intenso escalofrío de emoción vértebra a vértebra a lo largo de mi columna.

Aquella última tarde de hacía dos décadas un imprevisto alteró la rutina diaria y quizá marcó para siempre el curso de mi historia particular.

La voz de mi madre me reclamó a lo lejos, me sobresalté y pisé sin querer una ramita seca que crujió bajo mis pies delatándome, pero seguí escondida, inmóvil y avergonzada.

Él percibió mi presencia, ahora sí que lo tengo claro y a propósito dejó olvidado el libro en el banco de piedra, pero antes pude ver como sacaba su pluma y hacía una anotación en su interior. Luego se marchó caminando despacio y sonriendo.

Cuando pude salir de mi escondite sin peligro de ser vista cogí aquel libro con ansia y el corazón saliéndome del pecho. En su interior una nota tierna me invitaba a volar:

“te sueño cada día, no faltes mañana…” y así a partir de ese día recorrí el sendero a la misma hora cada atardecer a encontrarme con mi poeta, el mismo que me regaló las experiencias más dulces, sensuales y alocadas el resto de aquel verano.

Cada día desde que llegué a esta casa vuelvo a abrir el libro por la misma página y acaricio la tinta gastada, cierro los ojos y me fundo en su cuerpo.

Mar González

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