Azotes con pala

Si te dijese que hay dolores que gustan, o mejor dicho…que producen placer pensarías que me he vuelto loca. Sin embargo, si te digo que cuando era niña retorcía mis molares de leche y jugaba a mantenerlos girados hasta que caían del todo, quizá también tú reconocieses que lo has hecho alguna vez.
Como seguro que también admitirás que te mordiste las pieles de los labios hasta hacerlos sangrar o tiraste de aquel pellejito de la uña aún a sabiendas de que lo más probable era que se infectase produciéndote bastante dolor como otras tantas veces y un desagradable uñero.
También puede que te hayas ensañado con algún punto negro de la cara hasta aniquilarlo y acabar reemplazado por un doloroso bulto rojo traumatizado de pura inflamación. Probablemente en ocasiones te habrás arrancado las postillas de las heridas secas en rodillas o codos a pesar de que te advirtieron decenas de veces que te quedaría una fea marca…y aun así no te detuviste.
Por eso debes creerme cuando te digo que yo nunca quise hacer daño al «Señorito».
Pero él me suplicó, me rogó, me lo pidió hasta la saciedad y al ver que yo no cedía amenazó con despedirme…sabía que no debía…pero no podía negarme…
…una mañana entré en la habitación y encontré aquella caja de terciopelo rojo sobre las sábanas de su cama. No quería abrirla, intenté resistirme, pero su tacto era demasiado tentador. Acaricié el borde con las yemas de los dedos y me paré en el frío cierre metálico. Cedió.
El contraste del terciopelo y el metal unidos a mi curiosidad me empujaron a abrirla. Levanté la tapa con cuidado y mis ojos se abrieron como platos. No tenía ni idea de para qué servían aquellos objetos. Parecían palas pero de formas y materiales muy diversos. Rugosas, con relieves, con púas, planas, con agujeros, de goma, de madera, de metal, de cuero… todas escrupulosamente ordenadas en aquel cofre de terciopelo rojo que y había confundido con una simple caja.
Me senté en el borde de la cama y cogí una de aquellas palas entre mis dedos, La observé detenidamente preguntándome para qué serviría. Extendí mi otra mano y dí un golpe suave. Sonó un chasquido seco. La guardé.
Saqué una segunda pala y la probé instintivamente. El sonido era completamente diferente esta vez. La primera era de caoba, la segunda de látex. Seguí probando todas una por una y mi mano seguía enrojeciendo y aumentando la temperatura. Yo cada vez estaba más concentrada en mi experimentación hasta que perdí la noción del espacio y del tiempo.
El Señorito había entrado sigilosamente y me observaba desde el umbral de la puerta sin que yo me percatase. Yo seguí probando, cada vez más acalorada hasta que decidí quitarme la bata del uniforme que me iba demasiado estrecha y limitaba mis movimientos. Me senté cómodamente sin saber qué estaba sucediendo y por qué aquellas palas en mis manos me transformaban en alguien muy diferente. Me sentía poderosa y cada vez más excitada.
Noté cómo la mullida cama se hundía un poco del lado derecho y al girar mi cara vi el cuerpo desnudo del Señorito extendido bocabajo. Era solo unos pocos años mayor que yo tenía las nalgas prietas y firmes en su cuerpo fibroso y atlético, tal como yo había imaginado por el rabillo del ojo cada vez que le veía subir las escaleras hacia su despacho.
Su voz temblorosa y suplicante me devolvió a la realidad.
-¡Azóteme, por favor! ¡Se lo suplico!- repetía una y otra vez.
Yo no sé si fue por complacerle, por evitar la bronca por haber tocado lo que no debía o por el miedo a perder mi trabajo…lo hice.
Le azoté…primero suavemente, con miedo a hacerle daño.
Él insistía-¡Por favor… más…más fuerte!
Y yo le obedecí, seguí hasta que me dolieron los brazos y me abandonaron las fuerzas, extenuada. Vi mi imagen reflejada en el espejo del tocador, había acabado sentada a horcajadas sobre él y me sentía húmeda.
Los mechones de pelo se me escapaban del moño. La blusa del uniforme había perdido uno de los botones centrales y dejaba ver parte del pecho, la falda había trepado hasta mi cintura del ímpetu de los movimientos y ambos jadeábamos del esfuerzo uno y del placer el otro…mis ojos brillaban.
Durante años ese fue nuestro secreto. El Señorito de vez en cuando dejaba la caja junto a la mesita. Era la señal. No nos preguntábamos nada. Yo sabía lo que él quería y simplemente se lo daba. Desde ese día comenzó a tratarme con dulzura, con mucho respeto, como a una señora…y a mí me gustaba.
-¡Lo juro! Por increíble que pueda parecer eso fue exactamente lo que sucedió, pero el señor agente no me creyó.
¿cómo iba yo a saber que su corazón no lo resistiría esta vez? _intenté explicarme mientras con una ceja levantada el policía uniformado tomaba nota de mi declaración.
Pero no me creyó. Otro policía cerraba con cuidado el cofre granate envejecido por el tiempo y se lo llevaba como prueba del delito. Entretanto, el forense anotaba en su informe:
parada cardiorespiratoria por un estado extremo de excitación producido… por azotes con pala.
Mar González

6 comentarios en “Azotes con pala

  1. Felicidades, Mar. Vas dando poco a poco detalles hasta que el lector se hace la imagen de lo que pasaba en aquella habitación; ¡la intriga en pequeñas dosis! Y después está el humor que subyace entre líneas, y la ironía de la frase «Desde ese día comenzó a tratarme con dulzura, con mucho respeto, como a una señora…y a mí me gustaba.» .
    Y finalmente, un giro y un final que , en mi opinión, cierra muy bien la historia, «parada cardiorespiratoria por un estado extremo de excitación producido… por azotes con pala.»
    Mi pregunta es…. cuando empezaste a escribir este texto… ¿tenías en mente esa última frase o tenías en mente sólo el título para el relato?

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    1. Ja ja ja, cuando empecé a escribir este texto no tenía ni idea de cómo iba a terminar el asunto, me imaginé la conclusión del atónito policía, del surrealismo de lo que parece ser pero no es y de lo contrario, de lo que es en realidad aunque no lo parezca. Me dejé llevar por la inocencia de la protagonista que en todo momento quiso satisfacer, experimentar, sin llegar a imaginar jamás el final.

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