Síndrome de Peter Pan

Me asomo con miedo al espejo con la esperanza de encontrar a alguien distinto esta vez. Tristemente, la imagen que me devuelve dista mucho de mi propia realidad. Frente a mi, un anciano con canas, cara arrugada y ojos apagados me dice que tengo 80 años. Sin embargo, mi espíritu sigue pensando que soy un muchacho de apenas 25. Es tan tozudo como yo. Ni mi espíritu ni yo queremos asumir la realidad. Nunca hemos llevado bien el paso del tiempo y a medida que van pasando los años, peor lo llevamos. 

Hace ya mucho que mi cuerpo físico se rindió al paso del tiempo. Se dejó llevar por él y se arrugó atemorizado. La gravedad también tuvo parte de culpa, lo sé. Me siento en mi mecedora y me balanceo recordando quién fui.

Cuando apenas contaba con 25 primaveras, quería comerme el mundo. Estudiaba, trabajaba y salía con la chica más perfecta que pudiera imaginar. Guapa, lista, simpática, amable y buena en la cama. Lo tenía todo y podríamos haber estado juntos el resto de nuestra vida. Pero algo hizo que no pudiéramos continuar nuestros caminos juntos. Ella quería casarse y tener hijos. Yo no. Mi síndrome de Peter Pan no me permitía avanzar en la vida. Yo quería seguir siendo un chico joven. Quería seguir viviendo la vida de un veinteañero durante toda la eternidad.

Llegaron los 30 y nuestros problemas se agravaron. Ella más que nunca quería ser madre y yo, con todo el dolor de mi corazón, la dejé marchar. Años después me enteré que se había casado con un arquitecto y que vivían felices en una casa unifamiliar con dos niños tan bonitos como ella y un perro llamado Peter Pan. Como mi síndrome.

Mis amigos también se casaron y fueron padres. Yo seguía haciendo vida de chico de 25 años, así que mis amistades fueron cambiando con los años. Cada vez había más distancia de edad entre mis amigos y yo, pero a mí eso no me importaba. Me encantaba cuando me decían “tío, pareces mucho más joven de lo que eres” aunque en el fondo me molestara que me percibieran como alguien mayor que ellos. Yo quería ser uno más aunque mis ya 45 años y mi calva coronilla me dijeran a gritos que era hora de sentar la cabeza.

A los 60 me enteré que ella había sido abuela. Me alegraba por la que un día fue mi chica, aunque en el fondo me compadecía de ella porque a partir de ahora la llamarían “abuela”. Yo seguía siendo un chaval. Me sentía feliz porque había conseguido llegar a los sesenta viviendo igual que a los 25 a diferencia que entonces mi poder adquisitivo era superior. A más edad, más dinero. Si no fuera porque mi físico juega en mi contra, mi vida hubiese sido perfecta.

Me descalzo las zapatillas y me acomodo en la mecedora. Todo está en silencio, tal y como siempre me ha gustado. Sin niños revoloteando a mi alrededor. Suspiro y me relajo sonriente mientras voy cayendo en un profundo sueño. De pronto, un pinchazo en el pecho y un hormigueo que recorre todo mi brazo. Cada vez es más fuerte e intenso. Dura poco, por suerte. Dejo de notar dolor. Dejo de sentir. Me siento extraño. Me miro las manos y una sonrisa de oreja a oreja aparece en mi cara. Mis manos son jóvenes. Me levanto ágil de la mecedora y voy corriendo al espejo del baño. Por fin ha sucedido. Vuelvo a tener 25 años. Miro hacia la mecedora y veo mi cuerpo físico de 80 postrado en ella. Mi cuerpo espiritual de 25 por fin es libre. Por fin vuelvo a mi juventud. A mi juventud eterna.

Cristina Pino

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